El otro día,
con esa mala costumbre de pensar que a veces tengo, caí en la cuenta de algo bastante obvio, que
tampoco es que crea que he descubierto la pólvora.
Constaté
que el término antropológico (y su
pariente la antropología) era un término
claramente sexista, y que además nos
daba pistas de algunos de los orígenes de la discriminación que han ejercido
los hombres sobre las mujeres en
distintos tiempos y lugares.
El dichoso
término proviene del griego antiguo, y
se puede traducir como “lo que se conoce del hombre”, es decir de unir logos (conocimiento,
palabra, expresión) con antrophos, que define al hombre entendido
como “ser humano”; un término que, a su vez viene de andros (el hombre masculino)
De la misma
forma en muchas lenguas romances, humanidad, o ser humano, viene de la raíz
latina homo, también el hombre
masculino.
Ya en esta
primera generalización descubrimos el carácter sexista del término, pero para
entender todavía mejor su carácter
discriminador, basta con hacer un simple ejercicio “metasemántico”, si me
permiten el neologismo.
Utilizaremos
en vez de antrophos,
el término griego gine (mujer) y añadiremos
después el término lógico (que como
hemos dicho viene de logos) para descubrir -con cierta sorpresa- que la palabra
que aparece es ginecológico, y de ahí ginecología. Es decir lo que se sabe
sobre el aparato reproductor femenino, o la ciencia que lo estudia.
Se reduce
así la mujer a su aparato reproductor, es decir a tener descendencia. Una
reducción semántica que expresa y de alguna mabera explica muchas de las
características del sexismo secular: cuando la mujer es reducida al papel de
madre reproductora, o bien al de prostituta: la profesional que utiliza como
herramienta de trabajo sus órganos reproductores para dar placer al hombre.
Mientras, el
hombre (andros) deviene en triunfal antrophos: el ser humano, el ser espiritual
e intelectual, capaz de crear y desarrollar el lenguaje simbólico (el logo),
que usa la mujer como simple receptora de sus humores masculinos y su fuerza
vital para procrear.
No conviene
olvidar, que para los antiguos, desde Aristóteles y Galeno, hasta el siglo
XVIII, no existían dos géneros sino sólo uno, el género masculino; y el
femenino se consideraba entonces como una forma subdesarrollada del primero, de
manera, que los órganos sexuales de la mujer, los ovarios y la vagina, se
consideraban como testículos y pene que no se habían exteriorizado, que estaban
de alguna forma atrofiados (como los ojos del topo, según explicaba Galeno en
una conocida metáfora médica)
Podría
parecer todo esto algo alejado de la realidad actual, pero no conviene olvidar
la gran importancia que tiene el nombre sobre lo nombrado; y tanto la terminología de la ciencia, como la
de la filosofía occidentales están basadas en raíces griegas y latinas con un
fuerte contenido sexista.
Todavía hoy
existen científicos que apuntan a una diferencia
genética que hace de las mujeres menos proclives al trabajo intelectual que a
los hombres; mientras que muchos académicos y filólogos defienden a capa y espada un lenguaje sexista
que ellos consideran neutro.
Nunca
olvidaré -con cariño- a cierto comité de filólogas de cierta acampada
del 15M, cuando decidieron, por
unanimidad, que en los comunicados del movimiento se podía usar sin problemas
el pronombre masculino, y el sufijo os, pues la academia decía que era lo
adecuado para referirse a hombres y
mujeres.
Semejante
sumisión a la autoritas de la
ciencia, me recordaba -de forma un tanto
malévola lo reconozco- a la de los
anatomistas del siglo XVII, que cuando empezaron a realizar disecciones descubrieron
la circulación de la sangre y otras herejías para la medicina antigua; pero,
sin embargo, seguían viendo, contra toda evidencia, en los órganos sexuales de
la mujer un pene y unos testículos invertidos.