jueves, 5 de mayo de 2016

DE LO ANTROPOLÓGICO Y LO GINECOLÓGICO


El otro día, con esa mala costumbre de pensar que a veces tengo,  caí en la cuenta de algo bastante obvio, que tampoco es que crea que he descubierto la pólvora.
Constaté que  el término antropológico (y su pariente la antropología)  era un término claramente  sexista, y que además nos daba pistas de algunos de los orígenes de la discriminación que han ejercido los hombres  sobre las mujeres en distintos tiempos y lugares.
El dichoso término proviene del griego antiguo, y   se puede traducir como “lo que se conoce del  hombre”, es decir de unir logos (conocimiento, palabra, expresión) con  antrophos, que define al hombre entendido como “ser humano”; un  término que,  a su vez viene de andros (el hombre masculino)
De la misma forma en muchas lenguas romances, humanidad, o ser humano, viene de la raíz latina homo, también el hombre masculino.
Ya en esta primera generalización descubrimos el carácter sexista del término, pero para entender todavía mejor  su carácter discriminador, basta con hacer un simple ejercicio “metasemántico”, si me permiten el neologismo.
Utilizaremos  en vez de  antrophos, el término griego gine (mujer) y añadiremos después  el término lógico (que como hemos dicho viene de logos) para descubrir -con cierta sorpresa- que la palabra que aparece es ginecológico, y de ahí ginecología. Es decir lo que se sabe sobre el aparato reproductor femenino, o la ciencia que lo estudia.
Se reduce así la mujer a su aparato reproductor, es decir a tener descendencia. Una reducción semántica que expresa y de alguna mabera explica muchas de las características del sexismo secular: cuando la mujer es reducida al papel de madre reproductora, o bien al de prostituta: la profesional que utiliza como herramienta de trabajo sus órganos reproductores para dar placer al hombre.
Mientras, el hombre (andros) deviene en triunfal antrophos: el ser humano, el ser espiritual e intelectual, capaz de crear y desarrollar el lenguaje simbólico (el logo), que usa la mujer como simple receptora de sus humores masculinos y su fuerza vital para procrear.
No conviene olvidar, que para los antiguos, desde Aristóteles y Galeno, hasta el siglo XVIII, no existían dos géneros sino sólo uno, el género masculino; y el femenino se consideraba entonces como una forma subdesarrollada del primero, de manera, que los órganos sexuales de la mujer, los ovarios y la vagina, se consideraban como testículos y pene que no se habían exteriorizado, que estaban de alguna forma atrofiados (como los ojos del topo, según explicaba Galeno en una conocida metáfora médica)
Podría parecer todo esto algo alejado de la realidad actual, pero no conviene olvidar la gran importancia que tiene el nombre sobre lo nombrado;  y tanto la terminología de la ciencia, como la de la filosofía occidentales están basadas en raíces griegas y latinas con un fuerte contenido sexista.
Todavía hoy existen  científicos que apuntan a una diferencia genética que hace de las mujeres menos proclives al trabajo intelectual que a los hombres; mientras que muchos académicos y filólogos  defienden a capa y espada un lenguaje sexista que ellos consideran neutro.
Nunca olvidaré -con cariño-  a  cierto comité de filólogas de cierta acampada del 15M,  cuando decidieron, por unanimidad, que en los comunicados del movimiento se podía usar sin problemas el pronombre masculino, y el sufijo os, pues la academia decía que era lo adecuado para referirse a  hombres y mujeres.

Semejante sumisión a la autoritas de la ciencia, me recordaba  -de forma un tanto malévola lo reconozco-  a la de los anatomistas del siglo XVII, que cuando empezaron a realizar disecciones descubrieron la circulación de la sangre y otras herejías para la medicina antigua; pero, sin embargo, seguían viendo, contra toda evidencia, en los órganos sexuales de la mujer un pene y unos testículos invertidos.