Texto Juan Ibarrondo
Ilustración Marta Gil
Como todas las gallináceas, las codornices son aves no
voladoras. Cierto es que son capaces de revolotear unos metros, pero por lo
demás son animales terrestres. A pesar de ello, son aves migratorias, que todos
los años emprenden un largo viaje desde las sabanas africanas hasta los campos
cerealistas de Europa, donde anidan y son presa de los aficionados a la caza menor.
Saber cómo consiguen semejante prodigio, ha sido y es
causa de asombro para especialistas y amantes de la naturaleza. No es para
menos, pues no se trata de un desplazamiento de unos pocos kilómetros; estamos
hablando de cientos de kilómetros que las codornices recorren un año sí y otro
también. Pero no es sólo eso lo que nos produce admiración. La pregunta que surge
a cualquier persona inquieta es obvia: como se las arreglan para cruzar el
estrecho de Gibraltar. Un pedazo de mar no demasiado extenso, es verdad, pero
habitualmente sacudido por fuertes corrientes y vientos huracanados. Y
precisamente ahí está la clave del asunto, pues las codornices son capaces de
hacer de la necesidad virtud, y utilizar vientos y corrientes a su favor.
Cuando consideran que las condiciones son favorables se
arrojan al mar sin miedo, porque las codornices -a pesar de la mala fama al respecto
del conjunto de las gallináceas- son animales muy valientes. Elevan una de sus
alas al viento del estrecho, a modo de vela, y utilizan la otra como timón
submarino. Siguen así la corriente, hasta llegar a las playas de Cadiz, Huelva
o Almería, donde se toman un merecido descanso al sol mientras secan sus
plumas. A partir de ahí, caminan incasables: atravesando los campos donde les
acechan las escopetas, jugándose la vida atravesando autopistas y líneas
ferroviarias de alta velocidad… hasta que, por fin, encuentran un lugar donde
poner sus huevos.
Realmente, son seres valientes estas aves; valientes,
inteligentes y sabias. A pesar de los tópicos racistas y los prejuicios de ignorantes atrevidos.