Quien
tiene el riñón cubierto asegura -por activa y por pasiva- que la crisis hay que
entenderla como una oportunidad.
Más
allá del cinismo de esta idea, es innegable que -efectivamente- lo que llaman
crisis es una oportunidad. Una oportunidad para que las élites reconfiguren sus
estrategias de dominio, cambiando algunas de ellas para mantener su poder.
Las
élites españolas -divididas en clanes con intereses contrapuestos en lo
particular pero coincidentes en lo general- consideran que la crisis puede ser
una buena oportunidad para aumentar su poder y fortuna.
En
lo económico, cambiando las reglas del juego, que todavía protegían -o
conferían algún derecho- a parte de la clase trabajadora: precarizando, bajando
salarios… Reconformando así su particular “ejército de reserva”, que
difícilmente puede ser considerado ya como compuesto por ciudadanos; y que, más
bien, termina por reconfigurarse como espectador/consumidor pasivo, y mano de obra barata.
Es
ante esta situación, cuando los elementos de cohesión social que habían servido
hasta ahora para mantener el “régimen” entran también en crisis, y por tanto se
hace necesario cambiarlos; o, más bien, hacerlos de nuevo funcionales para su
objetivo.
En
el Estado español, hay tres de esos elementos que hacen aguas de forma
evidente: el estado de las autonomías, la monarquía y el bipartidismo.
Empezando
por el último, la alternancia en el poder de dos grandes partidos que bajo una
apariencia diferente -o con matices diferentes en algunas cuestiones- venían a llevar a cabo las mismas políticas y
establecían una serie de consensos que constituían el campo de juego político
permitido, fuera del cual actuaban mecanismo coercitivos, basados en el
monopolio de la violencia.
Esta
estrategia -que recuerda salvando las distancia a la de la alternancia de
conservadores y liberales en la España anterior a las repúblicas- hace aguas en
estos momentos, ante la crisis y la profunda corrupción que aqueja a las
estructuras partidarias. Consecuencia de ello es una desafección popular
creciente y generalizada; y también la aparición
de movimientos opositores, cada vez más importantes, que ponen en cuestión las
estrategias de dominio de las élites.
Ante
esto, ¿qué pueden hacer las élites? Por una parte, prepararan un recambio con
el lanzamiento de opciones populistas como UPyD, Ciudadanos…, que tras una
apariencia de alternativa se mantengan dentro de los márgenes del sistema de
dominio. Estos lanzamientos político/mediáticos no descartan tampoco coquetear
con la extrema derecha cuando es necesario, utilizando la vieja y eficaz -aunque
peligrosa- estrategia del enemigo exterior: la personas migrantes, el
terrorismo de ETA, o la maldad intrínseca de los catalanes… Ensayos más o menos
fallidos como VOX mantienen abierta esa posibilidad, pues las elites siempre
juegan con varias cartas en la manga.
Otra
opción, combinada con la anterior, es la gran coalición PP/PSOE que se presente
como salvadora ante el extremismo creciente “que nos conduce al desastre”.
Y
para terminar, otro clásico: la domesticación de la izquierda, ya ensayada en
la transición con buenos resultados -y ahora mismo en algunos gobiernos
autonómicos- que podría desembocar en un
pacto PSOE/IU que las élites no verían con malos ojos si no se tocaran sus
privilegios fundamentales y fallaran otras opciones.
Cuestión
más delicada es afrontar el desmoronamiento del estado de las autonomías. Se
trata de un descalabro implosivo y
explosivo. El sistema se colapsa hacia dentro con el derroche sistemático de la
élites regionales, y la corrupción rampante, que llega a poner en peligro la
estabilidad del sistema; y también hacia fuera, con los desafíos
independentistas de Catalunya, Euskal Herria, y en menor medida Galicia.
Ante
esto, cobran fuerza opciones de pacto con las nacionalidades históricas
alrededor de la corona, en base al reconocimiento de los derechos históricos,
una renovación del senado que reconozca de alguna manera “los hechos
diferenciales”, la implantación de un sistema fiscal similar al concierto
económico en Cataluña…
Este
pacto -o pactos- que podría ser moderado
por una corona rejuvenecida, trataría de desactivar la potencia emancipadora de
los procesos soberanistas en clave de izquierda para volver a establecer
hegemonías conservadoras; es decir, pactos entre las distintas élites “regionales”
del Estado español. La corona recobraría
así de paso su legitimidad ahora
perdida, en una nueva transición sobre la que cada vez se oye más hablar.
Desde
luego, nada de todo esto está escrito. Una cosa son las intenciones de los
grupos de poder y otra que puedan llevarlas a cabo. El nerviosismo patente de
ciertos tertulianos y políticos de poder, que en ocasiones llegan a perder los
papeles, evidencia que no las tienen todas consigo.
La
toma de conciencia de sectores muy amplios de la sociedad española, y su
reflejo electoral, capaz de llevar adelante movilizaciones masivas sin contar
con las estructuras del sistema (sindicatos mayoritarios, medios de
comunicación de masas…) les aterra y seguramente hará que aceleren la puesta en
práctica de las medidas de las que hablábamos, como ya estamos viendo en el
caso de la monarquía.
En
la cuestión territorial, la profundización de los procesos soberanistas, con
cierta hegemonía desde la izquierda, y con aspectos rupturistas también en lo
social, descoloca la geometría habitual del poder y hace también urgente la toma de decisiones
por parte de las élites ante la aceleración de los acontecimientos.
En
cualquier caso, no cabe duda de que estamos viviendo momentos cruciales, y
que probablemente los próximos años
traerán consigo la agudización de los conflictos ahora planteados.