martes, 16 de septiembre de 2014

¿ACCIDENTES?

El último “accidente” de familiares de presos vascos dispersados, con las graves lesiones producidas a Jone Artola,  debe hacernos reflexionar -ahora que se cumplen 25 años de la implantación de la dispersión- sobre las consecuencias de esta política.
Una política que desde su implantación fue contraria a los derechos humanos de las personas reclusas, y a los de sus familiares y allegados, según explicita de forma clara la legislación internacional al respecto. Pero que, ahora mismo, no  tiene ya ningún sentido  incluso para quienes justificaron este tipo de conculcaciones de los DDHH con el argumento de evitar males mayores para la sociedad. Un argumento endeble desde el punto de vista de una ética humanista, pero que -desgraciadamente- ha guiado y guía las políticas de numerosos Estados, donde la “securocracia” se pone por encima del cumplimiento de tratados internacionales, y  de la defensa de los derechos humanos.
Esto es así porque -aún asumiendo esa lógica securocrática- mantener la dispersión tras el fin de la lucha armada por parte de ETA, sobrepasa cualquier límite ético, ya que  sólo puede responde a criterios políticos, electorales, o de venganza. De tal forma, que conculcar los derechos de las personas por motivaciones exclusivamente políticas/ electorales/vengativas…con consecuencia de muerte o heridas graves nos adentra en el campo de los crímenes de Estado.
Se tacharán seguramente  de exageradas estas palabras, pues puede parecer excesivo calificar como  crimen una situación que sólo de forma accidental provoca la muerte -o bien heridas graves- a personas inocentes en las carreteras cuando van a visitar a sus allegados y familiares. De la misma manera que puede provocar la muerte de personas reclusas su encarcelamiento, cuando sufren enfermedades que no pueden ser atendidas de forma adecuada en prisión.
Ciertamente, si bien desde un punto de vista jurídico estos hechos no pueden ser considerados crímenes en el mismo sentido del asesinato premeditado, si que presentan algunas características -vistas desde el punto de vista de la ética política- que merecen una reflexión detenida.




En primer lugar si bien, como digo, puede  parecer un exceso verbal calificar estos hechos de criminales, desde luego tampoco son meros accidentes. La palabra accidente contiene sobre todo el sentido de ser algo imprevisto, algo que sucede sin que pudiera preverse. Un imprevisibilidad que  excluye  la motivación -más o menos premeditada- y la voluntariedad,  por ejemplo en un accidente de tráfico al uso o en un accidente doméstico.
El problema surge cuando un mismo tipo de accidente se repite en el tiempo y por tanto es posible preverlo; y cuando, además,  sería posible evitarlo -o por lo menos minimizar de forma muy importante la probabilidad de que ocurra- y, sin embargo, no se hace por un motivo u otro. Un  accidente así no es ya por tanto tan imprevisto, y no está tampoco tan claro que no haya voluntariedad en su génesis.
El empresario que no cumple las medidas de seguridad en el trabajo, o las autoridades con una actitud laxa a la hora de exigir su cumplimiento, de alguna manera son responsables de los “accidentes” que su actitud provoca;  y esa responsabilidad es muy grave en caso de muerte  del trabajador “accidentado”.
Sin duda, en estos casos  existe una cierta  motivación, que raya el campo de la voluntariedad, e incluso -en los casos más graves- en el de la culpabilidad y el delito, con lo que nos acercamos mucho al concepto de crimen: que -según el diccionario- no es otra cosa que un delito, de mucha gravedad, que provoca la muerte o heridas importantes a una persona.  La motivación puede ser el ahorro de costes económicos, o la rapidez en la ejecución de una obra como sucede a menudo, con lo que la falta de motivación más allá del azar se desmonta por si sola.
Desde el punto de vista de cualquier ética política civilizada es injustificable la actitud de quien, por motivos particulares, económicos, o para conseguir réditos  políticos, pudiendo evitarlo, permite que se sigan produciendo estos supuestos “accidentes” con consecuencias tan graves.
Esto es todavía más evidente en el caso de los Estados, que tienen la obligación de velar por la seguridad de sus ciudadanos, y deben, por tanto, no sólo no agredirlos directamente sino tampoco permitir por omisión que sufran daños graves si es posible evitarlo. 
La solución en el caso que nos ocupa es muy sencilla, pues bastaría con acercar a las personas presas a sus lugares de origen para evitar las consecuencias de estos supuestos “accidentes” con las graves consecuencias que ocasionan.
El próximo día 20, miles de personas de distintas sensibilidades políticas, diremos alto y claro en Bilbao, que no podemos permitir que la política de dispersión continúe ni un día más en este país.
Una reivindicación que debe unir a cualquiera que tenga un mínimo sentido de la ética política y esté a favor de la paz frente a la venganza y el ventajismo “criminal”.  

Juan Ibarrondo


Escritor e integrante de la iniciativa SARE,