El último “accidente” de
familiares de presos vascos dispersados, con las graves lesiones producidas a
Jone Artola, debe hacernos reflexionar
-ahora que se cumplen 25 años de la implantación de la dispersión- sobre las
consecuencias de esta política.
Una política que desde su
implantación fue contraria a los derechos humanos de las personas reclusas, y a
los de sus familiares y allegados, según explicita de forma clara la
legislación internacional al respecto. Pero que, ahora mismo, no tiene ya ningún sentido incluso para quienes justificaron este tipo
de conculcaciones de los DDHH con el argumento de evitar males mayores para la
sociedad. Un argumento endeble desde el punto de vista de una ética humanista,
pero que -desgraciadamente- ha guiado y guía las políticas de numerosos Estados,
donde la “securocracia” se pone por encima del cumplimiento de tratados
internacionales, y de la defensa de los
derechos humanos.
Esto es así porque -aún asumiendo
esa lógica securocrática- mantener la dispersión tras el fin de la lucha armada
por parte de ETA, sobrepasa cualquier límite ético, ya que sólo puede responde a criterios políticos,
electorales, o de venganza. De tal forma, que conculcar los derechos de las
personas por motivaciones exclusivamente políticas/ electorales/vengativas…con
consecuencia de muerte o heridas graves nos adentra en el campo de los crímenes
de Estado.
Se tacharán seguramente de exageradas estas palabras, pues puede
parecer excesivo calificar como crimen
una situación que sólo de forma accidental provoca la muerte -o bien heridas
graves- a personas inocentes en las carreteras cuando van a visitar a sus
allegados y familiares. De la misma manera que puede provocar la muerte de
personas reclusas su encarcelamiento, cuando sufren enfermedades que no pueden
ser atendidas de forma adecuada en prisión.
Ciertamente, si bien desde un
punto de vista jurídico estos hechos no pueden ser considerados crímenes en el
mismo sentido del asesinato premeditado, si que presentan algunas características
-vistas desde el punto de vista de la ética política- que merecen una reflexión
detenida.
En primer lugar si bien, como
digo, puede parecer un exceso verbal
calificar estos hechos de criminales, desde luego tampoco son meros accidentes.
La palabra accidente contiene sobre todo el sentido de ser algo imprevisto,
algo que sucede sin que pudiera preverse. Un imprevisibilidad que excluye
la motivación -más o menos premeditada- y la voluntariedad, por ejemplo en un accidente de tráfico al uso
o en un accidente doméstico.
El problema surge cuando un mismo
tipo de accidente se repite en el tiempo y por tanto es posible preverlo; y cuando,
además, sería posible evitarlo -o por lo
menos minimizar de forma muy importante la probabilidad de que ocurra- y, sin
embargo, no se hace por un motivo u otro. Un accidente así no es ya por tanto tan
imprevisto, y no está tampoco tan claro que no haya voluntariedad en su
génesis.
El empresario que no cumple las
medidas de seguridad en el trabajo, o las autoridades con una actitud laxa a la
hora de exigir su cumplimiento, de alguna manera son responsables de los
“accidentes” que su actitud provoca; y
esa responsabilidad es muy grave en caso de muerte del trabajador “accidentado”.
Sin duda, en estos casos existe una cierta motivación, que raya el campo de la
voluntariedad, e incluso -en los casos más graves- en el de la culpabilidad y
el delito, con lo que nos acercamos mucho al concepto de crimen: que -según el
diccionario- no es otra cosa que un
delito, de mucha gravedad, que provoca la muerte o heridas importantes a una
persona. La motivación puede ser el
ahorro de costes económicos, o la rapidez en la ejecución de una obra como
sucede a menudo, con lo que la falta de motivación más allá del azar se
desmonta por si sola.
Desde el punto de vista de
cualquier ética política civilizada es injustificable la actitud de quien, por
motivos particulares, económicos, o para conseguir réditos políticos, pudiendo evitarlo, permite que se
sigan produciendo estos supuestos “accidentes” con consecuencias tan graves.
Esto es todavía más evidente en
el caso de los Estados, que tienen la obligación de velar por la seguridad de
sus ciudadanos, y deben, por tanto, no sólo no agredirlos directamente sino
tampoco permitir por omisión que sufran daños graves si es posible
evitarlo.
La solución en el caso que nos
ocupa es muy sencilla, pues bastaría con acercar a las personas presas a sus
lugares de origen para evitar las consecuencias de estos supuestos “accidentes”
con las graves consecuencias que ocasionan.
El próximo día 20, miles de personas de
distintas sensibilidades políticas, diremos alto y claro en Bilbao, que no
podemos permitir que la política de dispersión continúe ni un día más en este
país.
Una reivindicación que debe unir
a cualquiera que tenga un mínimo sentido de la ética política y esté a favor de
la paz frente a la venganza y el ventajismo “criminal”.
Juan Ibarrondo
Escritor e integrante de la
iniciativa SARE,