Afortunadamente,
vemos en los últimos tiempos como el oscuro manto de silencio que encubre la tortura en el
Estado español se va desvelando poco a poco. Han contribuido a ello informes de
expertos independientes, como el que salió hace poco a la luz -con el respaldo
Naciones Unidas- y promovido por distintas asociaciones profesionales y
defensoras de los derechos humanos. También, por supuesto, el trabajo incansable de denuncia promovido
por grupos como el TAT o Amnistía Internacional, durante años; y, más
recientemente, filmes como Lasa y Zabala de Pablo Malo, presentada en el último
Zinemaldi, o novelas como Twist, de
Harkaitz Cano, publicada en castellano por una importante editorial española.
No
podemos olvidar tampoco recientes sentencias judiciales, como la que absolvió a un buen número de jóvenes vascos en
Madrid por considerar el tribunal que sus confesiones fueron obtenidas bajo
torturas.
Todo
ello -y también el paso del tiempo tras el fin de la lucha armada de ETA- ha conseguido, que lo que era un secreto a
voces en Euskal Herria, empiece a serlo también entre ciertos sectores de la sociedad
española. Como si algunas personas despertaran de un largo sueño para darse
cuenta -de pronto- de la terrible realidad del uso continuado de la tortura el
País Vasco. Algo que hasta ahora consideraban una invención de los terroristas;
o, como mucho, producto de casos muy excepcionales.
En
realidad, esa especie de “sueño de los justos” de buena parte de la sociedad
española, fue más bien un sueño
inducido: anestesia aplicada a la sociedad por un consenso político y mediático
que sólo honrosas excepciones se atrevieron a desafiar.
Lideres
de opinión -algunos con destacado pedigrí progresista- periodistas, políticos,
intelectuales… se han dedicado durante décadas a negar “la mayor” de forma
recurrente; a pesar de que las evidencias sobre la existencia de la tortura se
acumulaban en las mesas de sus despachos.
Estas
personas, aseguraban por activa y por pasiva que la tortura era imposible en un país democrático
como España, y se ceñían exclusivamente a las versiones policiales. Además, no
contentándose con ello, cuando alguien osaba salirse de ese límite
políticamente correcto y denunciaba la tortura, enseguida era acusado de
connivencia con los “terroristas”, o cuando esto era imposible -como en el caso
de organizaciones o instituciones nada sospechosas como AI o el relator de
Naciones Unidas- se les consideraba como almas cándidas fácilmente manipulables
por la “perfidia etarra”.
Ahora,
cuando la evidencia de la realidad de la tortura resulta ya cada vez más incontestable,
en su mayoría callan, como si la cosa no
fuera con ellos. Todavía hoy, la mayoría de los grandes medios del Estado
español, pasan sobre este tema como de puntillas. Algunos ya no niegan en
redondo la existencia de la tortura, pero ésta sigue sin aparecer en sus
páginas, en sus columnas de opinión, en sus editoriales… como si el mero hecho
de no hablar de ello fuera suficiente para borrar una práctica de semejante
crueldad.
No
puede entenderse de otra manera el ninguneo mayoritario por parte de los medios
de comunicación españoles (con honrosas excepciones) a un informe de gran
relevancia: “Incomunicación y Tortura,
análisis estructurado de 45 casos según el protocolo de Estambul”
presentado recientemente en Madrid.
O,
tal vez, sea que se prefiere no hablar de ello, pues hacerlo sería tanto como
reconocer un déficit ético que algunos no parecen dispuestos a asumir. Quizá
sea mejor callar que tener que defender una tesis incómoda como la del mal
menor, o aquella que proclama que el fin justifica los medios.
No
se trata, en todo caso, de señalar a nadie con el dedo, ni de comenzar una
especie de caza de brujas que no conduciría a nada, pero sí de solicitar a estos
“anestesistas de conciencias” una reflexión autocrítica que reconozca el error de
sus repetidas manifestaciones negando la tortura en el caso vasco. La verdad y
la memoria saldrían beneficiadas con ello.
Juan
Ibarrondo (Escritor)