Asistimos en los últimos meses a un interesante debate sobre la necesidad o no del crecimiento económico para salir de la crisis. Un debate en el seno de lo que podríamos llamar izquierda transformadora, y que ha surgido en el Estado español ante la posibilidad de que grupos como Podemos, u otros, consigan responsabilidades de gobierno.
El “nuevo” mantra de ciertos
economistas de la izquierda española habla de estimular el crecimiento
económico desde el Estado, para así aumentar el poder adquisitivo de la
población con el consiguiente crecimiento del consumo, y de esa forma crear
empleo. Un planteamiento que puede ser positivo, pero que, depende de cómo se
haga, puede también conllevar amenazas muy graves, incluso aunque se redistribuya
en mayor medida la riqueza generada.
Sabemos por ejemplo, que el
crecimiento económico se puede incentivar, entre otras formas, con un incremento de la
obra pública, como ya se hiciera en EEUU en la época del New Deal, a
instancias del ahora citadísimo Keynes.
Imaginemos, entonces, que obras
como el tren de alta velocidad, los aeropuertos comarcales, los grandes auditorios
culturales… se hubieran llevado a cabo en condiciones de cierta equidad
capitalista, sin ser el botín de ladrones que han sido. Imaginemos, incluso,
que el gobierno adjudicara las obras a empresas que paguen salarios decentes y aseguren condiciones
laborales dignas; o, si me apuran, que sean empresas públicas quienes las
realizan.
¿Justificaría tal cosa, la
construcción de una red ferroviaria de alta velocidad tan grande que sólo la China
la supera en extensión? ¿Justificaría qué haya aeropuerto en Villa Arriba y
también en Villa Abajo; o qué el auditorio de una ciudad mediana tenga
capacidad para acoger las más importantes óperas de Europa?
Supongo, que la mayoría de las
personas dirían que no, y al preguntarles
el porqué de esta negativa, dirían que se trata de “obras desmesuradas”. Es
decir, obras sin medida, donde no se contempla límite alguno a la capacidad
humana de intervención sobre el medio. Un medio en el que habita y del que
forma parte.
Intervenciones “sobrehumanas” que
no responden a las necesidades de las personas -excepto si éstas son
exclusivamente entendidas como trabajadores y consumidores- y que responden a una lógica económica
inhumana, como es la lógica del sistema capitalista; que, como ya decía Max
Weber, funciona como una máquina ciega sólo determinada por su propio
funcionamiento.
Veamos otro ejemplo. En America
Latina, los llamados gobiernos progresistas
han aumentado las tasas de crecimiento
económico sobre todo gracias a la extracción de materias primas, combustibles
fósiles, biocombustibles, metales… con la intención -más retórica que real dependiendo
de qué países hablemos- de gravar a las empresas extractivas (en su mayoría
multinacionales, aunque también empresas estatales) con impuestos y tasas que
ayuden a superar los niveles de pobreza,
e incluso -sólo en algunos casos y con resultados desiguales- tratar de
disminuir las desigualdades sociales y económicas endémicas. Dicho de otra
forma, repartir la riqueza.
Sin embargo, estos gobiernos se
han encontrado con la oposición de las comunidades indígenas y campesinas, que
ven afectadas las bases materiales de sus economías comunitarias por estos
macroproyectos extractivos.
Las prácticas extractivistas se contraponen
así a la llamada teoría del buen vivir, que inspiró a alguno de estos
gobiernos; y da lugar a los llamados conflictos
socio ambientales, que enfrentan a los “gobiernos de izquierda” con las
comunidades indígenas y campesinas que, en ciertos casos, habían sido algunos
de sus apoyos más relevantes.
El reparto de la riqueza se
muestra entonces insuficiente -aunque sin duda necesario- para conseguir un
cambio social sostenible.
Ya no se trata sólo de saber cuánto
producimos y cómo lo repartimos, sino qué producimos, cómo lo hacemos y para qué lo hacemos.
Esto supone, ni más ni menos, que
la necesidad de replantearnos las bases mismas de la modernidad. Sobre todo el
concepto de progreso que, cristalizado en su forma capitalista, ha derivado en
la necesidad de un crecimiento económico, indefinido y progresivamente
acelerado. Un crecimiento entendido,
además, como la única forma de mantener el sistema económico globalizado y
negando cualquier alternativa al mismo.
Un sistema que supone también una
forma unívoca de comprensión del transcurso del tiempo y de la historia:
siempre hacia delante y cada vez más deprisa.
La ruptura de esa unilateralidad,
y la construcción de alternativas de
meta crecimiento y desarrollo sostenible, precisan
-a su vez- desacralizar el ideal del progreso tal y como se entiende en
el capitalismo: carente de límites en el espacio y acelerado en el tiempo.
Tal vez, un redescubrimiento de
temporalidades alternativas a la linealidad progresiva de la historia; en el
sentido de mesurar la idea de omnipotencia humana: capaz de cualquier cosa
gracias a su dominio de la naturaleza en función de la razón científica,
entendida esta -sobre todo- como razón aritmética: en un mundo donde sólo lo
que puede contarse cuenta, como los votos y los dividendos.
Romper también con la idea de que la tecnología por sí misma
solucionará los graves problemas y retos que sufren las sociedades humanas en
todo el planeta. Y comenzar a contemplar otras maneras de entender el mundo:
cualitativas y sujetas a criterios éticos, políticos, ecológicos...
Desterrar la idea de que todo lo
que puede hacerse debe hacerse: el Frankenstein desencadenado, cuando la
ciencia y la tecnología son liberadas a su sola potencia en una ciencia sin
conciencia… basada en una concepción temporal de la historia entendida como una
línea de acaecimientos hacia el progreso inevitable.
Sólo si la izquierda encara de
forma decidida -en la teoría y en la
práctica- estos debates urgentes podrá convertirse en una fuerza liberadora, y afrontar
los retos del futuro: las crisis energética, ecológica, económica, social y
política, que no pueden entenderse más que como partes de un todo complejo.
Sólo así podrá ser alternativa al
capitalismo realmente existente, que en su forma neoliberal y desarrollista, es
mucho más que una práctica económica concreta, puesto que afecta de manera
diversa, entrelazada, multifuncional… a todos los ámbitos de nuestras vidas y a
la misma vida en su conjunto.
Un sistema que, en último
término, se fundamenta en la mercantilización de la vida y la conversión alquímica del tiempo en oro.
Juan Ibarrondo
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