martes, 23 de abril de 2013

DIVAGACIONES SOBRE UNA PRIMAVERA QUE NO LLEGA.



 

 Reflexiones sobre una ola. Playa de Laga, primavera del 2013.


El transcurrir del tiempo, a efectos del ser humano, se asemeja a una ola que, encabritada, rueda sobre sí misma adelante y atrás frente a la playa.

Bajo ella, el mar profundo es origen y sustento de su movimiento espumeante, la arena su destino. La ola, aún encrespada, es parte de ese mar; pero quiere escapar de él; busca el cielo, que llega a tocar con sus largos dedos blancos.

De la misma forma, nuestros recuerdos van y vienen al ritmo de nuestras vivencias; pues recordamos para vivir y para lo mismo olvidamos.

Las experiencias  son como peces voladores saliendo del océano: vegetal de algas y detritos, mineral lacrimoso, estrella de mar tentacular y ávida de plancton.

La ola las recoge en su girar constante y las eleva;  sólo para volver a sumergirlas enseguida en lo profundo, en el olvido; de donde afloran de nuevo transformadas  en caballitos de mar, anémonas y escualos.

Eso que llamamos consciencia de ser,   razón y memoria; sujeto orgulloso capaz de  nombrar las cosas -y hasta  a sí mismo- es como una línea de espuma blanca que derrama sus gotas al mundo. Con la esperanza de cambiarlo, renovada en cada embate.  





 Pensamientos sobre un árbol caído. Araia, primavera 2013.


Este invierno ha sido duro, abundante en nieves y desgracias. La intemperie abatió a quienes no tenían donde cobijarse; y los demás hemos oído, asustados, crujir las paredes de nuestras casas.

La inclemencia  ha dejado desparramado el mundo: ramas caídas en posturas imposibles, y grandes troncos   muertos entre la niebla; torrenteras imprevistas de agua y cieno; tierras removidas bajo nuestros pies de barro seco.

El invierno provocó terremotos acuosos, y lágrimas de cocodrilo; asfaltos levantados junto a  socavones y grietas en carreteras vacías;  aguas estancadas,  arenas movedizas y barros fríos que anegan los ánimos; sonidos de motosierras cortando ramas verdes; humo de camiones atascados en el fango.  

En cierto caserío, en cambio, se ha producido un prodigio. Algo inusual y digno de ser mirado, una maravilla.

El viejo sauce, tras la casa, no aguantó el peso de la nieve y se quebró cuan largo era. Un tocón anclado firme a la tierra, es todo lo que quedó tras el paso de las hachas.

A los pocos días, el sauce comenzó a llorar. Son lágrimas de savia, que caen gota a gota del muñón formando un charco en el suelo arenoso.

Una fina película acuosa, de savia transparente, ha cristalizado  de pronto recubriendo  la superficie cortada; protegiéndola del frío y los parásitos.

Todos los días, la dueña de la casa lanza una rápida ojeada al sauce llorón.

Aun mantiene la esperanza de que, en cualquier momento, cuando el árbol esté fuera de su mirada,  dos ramitas broten sobre el tocón y todo vuelva a ser como al principio.

Para que tanta savia nueva  no acabe convertida en fútiles lágrimas salinas,  secas sobre la arena.

Para que la tierra de sus frutos, y el invierno se convierta al fin en primavera.

Mientras tanto, siguen pasando los días.

Juan Ibarrondo. 22/04/13