Reflexiones sobre una ola. Playa
de Laga, primavera del 2013.
El transcurrir
del tiempo, a efectos del ser humano, se asemeja a una ola que, encabritada,
rueda sobre sí misma adelante y atrás frente a la playa.
Bajo
ella, el mar profundo es origen y sustento de su movimiento espumeante, la
arena su destino. La ola, aún encrespada, es parte de ese mar; pero quiere
escapar de él; busca el cielo, que llega a tocar con sus largos dedos blancos.
De la
misma forma, nuestros recuerdos van y vienen al ritmo de nuestras vivencias; pues
recordamos para vivir y para lo mismo olvidamos.
Las
experiencias son como peces voladores
saliendo del océano: vegetal de algas y detritos, mineral lacrimoso, estrella
de mar tentacular y ávida de plancton.
La ola
las recoge en su girar constante y las eleva; sólo para volver a sumergirlas enseguida en lo
profundo, en el olvido; de donde afloran de nuevo transformadas en caballitos de mar, anémonas y escualos.
Eso que
llamamos consciencia de ser, razón y
memoria; sujeto orgulloso capaz de nombrar
las cosas -y hasta a sí mismo- es como
una línea de espuma blanca que derrama sus gotas al mundo. Con la esperanza de
cambiarlo, renovada en cada embate.
Pensamientos sobre un árbol caído. Araia, primavera 2013.
Este
invierno ha sido duro, abundante en nieves y desgracias. La intemperie abatió a
quienes no tenían donde cobijarse; y los demás hemos oído, asustados, crujir
las paredes de nuestras casas.
La
inclemencia ha dejado desparramado el
mundo: ramas caídas en posturas imposibles, y grandes troncos muertos entre la niebla; torrenteras imprevistas
de agua y cieno; tierras removidas bajo nuestros pies de barro seco.
El
invierno provocó terremotos acuosos, y lágrimas de cocodrilo; asfaltos
levantados junto a socavones y grietas
en carreteras vacías; aguas
estancadas, arenas movedizas y barros
fríos que anegan los ánimos; sonidos de motosierras cortando ramas verdes; humo
de camiones atascados en el fango.
En cierto
caserío, en cambio, se ha producido un prodigio. Algo inusual y digno de ser
mirado, una maravilla.
El viejo
sauce, tras la casa, no aguantó el peso de la nieve y se quebró cuan largo era.
Un tocón anclado firme a la tierra, es todo lo que quedó tras el paso de las
hachas.
A los
pocos días, el sauce comenzó a llorar. Son lágrimas de savia, que caen gota a
gota del muñón formando un charco en el suelo arenoso.
Una fina
película acuosa, de savia transparente, ha cristalizado de pronto recubriendo la superficie cortada; protegiéndola del frío
y los parásitos.
Todos los
días, la dueña de la casa lanza una rápida ojeada al sauce llorón.
Aun
mantiene la esperanza de que, en cualquier momento, cuando el árbol esté fuera
de su mirada, dos ramitas broten sobre
el tocón y todo vuelva a ser como al principio.
Para que
tanta savia nueva no acabe convertida en
fútiles lágrimas salinas, secas sobre la
arena.
Para que
la tierra de sus frutos, y el invierno se convierta al fin en primavera.
Mientras
tanto, siguen pasando los días.
Juan Ibarrondo.
22/04/13