En el horizonte,
compitiendo en tamaño con la cruz del Valle de Los Caídos, se adivinan dos
moles de cemento, cristal y acero. Desde mi posición, parecen más altas que las
montañas que me rodean.
Pinos,
encinas y sabinas rodean miles de adosados; junto a mansiones -igual de feas- donde perros enormes
ladran a los escasos viandantes: emigrantes congelados, que pasan deprisa,
subiéndose las solapas con gesto protector.
La nieva
baja de las cumbres traída por el viento, se acumula sobre automóviles de alta
gama; los almendros desflorados se
blanquean como capitales fugitivos.
El
ferrocarril atraviesa la sierra: dejando chachas provistas de gorro y bufanda; recogiendo
oficinistas con sueño y moquita colgando.
Un grupo
de niños juega junto a las vías, entre hierros oxidados, piedras de colores, y
una oveja churra que -ajena a todo- pasta la hierba rala y marrón.
No se muy
bien por qué, recuerdo un cuadro de Goya, ese terrible en que Saturno devora a uno
de sus hijos.
Luego, me veo a mí mismo en un momento de la niñez;
recogiendo minerales con mi abuelo, junto a las vías de otro tren, uno más
lento y amable. Sé perfectamente qué es lo que tengo que hacer.
Introduzco
la mano en el bolsillo del pantalón y saco una moneda de euro. Me acerco a la
vía ante la mirada curiosa de los niños, que me rodean expectantes.
De la
oscuridad del túnel surge Saturno, el monstruo. Ruge como una locomotora y se
acerca hacia donde estamos a gran velocidad.
Me agacho
sobre la vía y coloco la moneda sobre uno de los raíles de metal. Me retiro
justo a tiempo.
El tren
pasa en un suspiro, me acerco a la vía, recojo la moneda: aplanada, extensa,
fuera de curso legal. Los niños me miran, se acercan…
Les
entrego la moneda. Parece gustarles. Sonrío. Al menos con ésta no podrán
comprar chuches, me digo aliviado.
La niebla
-o tal vez sea el smog- cubre las torres gemelas, las hace desaparecer, al
menos por un instante, quitándolas de mi vista.