PARA LA INICIATIVA HALA BAZAN
Cuando el consejero Antunez recogió la nota, quedó muy extrañado. No sabía muy bien cómo interpretarla, pero, definitivamente, aquello era muy raro. En un principio, pensó que se trataba de una broma, o tal vez que alguien trataba de tenderle una trampa. En cualquiera de los dos casos, bromista o enemigo, quien quiera que hubiera enviado aquel anónimo se había tomado mucho trabajo para hacerlo.
En primer lugar, conseguir tinta y papel resultaba, además de difícil, extremadamente caro. Habría que recurrir a un anticuario, o a algún coleccionista, para poder adquirir el papel; y la tinta resultaba todavía más cara y difícil de encontrar. Además, quien hubiera deslizado la nota bajo la puerta de su apartamento tendría que conocer el código de acceso al edificio, y sortear de alguna manera al portero: un tipo de natural desconfiado nada fácil de engañar.
Desde luego, estaba también el contenido:
“Existe una conspiración para robar las palabras. Ciertos términos, expresiones y datos incómodos para los conspiradores desaparecen del hipertexto. No es que los usuarios dejen de usarlos sino que alguien interviene de forma secreta para hacerlos desaparecer. De la misma forma que hacen desaparecer las palabras, hacen desaparecer a quien las palabras nombran.
Firmado: Un preso político.”
Acostumbrado al pensamiento sistemático, a causa de su trabajo como consejero de economía ecológica, Antunez analizó la nota de forma ordenada. Primero la firma. Era un indudable anacronismo, pues todo el mundo sabía que, por lo menos desde la aprobación de la nueva Constitución, no existían –no ya presos políticos– sino tampoco presos a secas. Era del dominio público, dada la situación de grave crisis ecológica, que el sistema no se podía permitir prescindir del trabajo de nadie; y mucho menos gastar costosos recursos en mantenerlo recluido e improductivo. Además, con la aparición de las drogas de la reinserción y las terapias de choque contra los vagos, ya nadie hablaba de presos sino de enfermos. El debate se centraba ahora en saber qué droga, o terapia, era adecuada a cada caso. Quien se oponía a las normas constitucionales era un enfermo –un sociópata– porque resultaba evidente para cualquiera que esas normas eran esenciales para la supervivencia de la comunidad. Pensar lo contrario era, simplemente, estar mal de la cabeza.
Luego, analizó minuciosamente las acusaciones que lanzaba el anónimo. Se trataba de dos denuncias: el robo de los nombres y el robo de lo que nombraban. Cuanto más vueltas le daba, más delirantes le parecían ambas. El hipertexto estaba basado en tres principios claros: el gran ahorro ecológico que suponía al prescindir del papel, la tinta, los mecanismos de impresión; el triunfo de lo colectivo sobre lo individual, al eliminar los textos individuales agregándolos al hipertexto único. Y, finalmente, su sistema de autocorrección, que permitía darle dinamismo a la vez que respetaba escrupulosamente la equidad democrática de los cambios que, inevitablemente, se producían en su contenido.
Desgraciadamente, el hipertexto no era un sistema de almacenamiento de datos ilimitado, y de alguna forma había que eliminar información. Hacerlo de forma democrática era la mejor manera de hacerlo. La dictadura de la mayoría era el menor de los males. Sin embargo, quien quiera que hubiera escrito aquello sugería que alguien estaba haciendo un mal uso del hipertexto en beneficio de sus intereses particulares. Algo impensable por su propio sistema de funcionamiento.
Delirante le pareció también la segunda acusación. Podía entenderse en el sentido de que aquello que dejaba de nombrarse era porque ya no se utilizaba y, por tanto, desaparecía: algo lógico y natural. Sin embargo, la nota parecía insinuar algo más, como si se estuvieran produciendo extrañas desapariciones de personas o cosas… Lógicamente, se suponía que a manos de los mismos pretendidos conspiradores que hacían desaparecer las palabras del hipertexto.
Se recostó en su sofá preferido: un confortable mueble de piel anterior a la Constitución que valía una fortuna. Hizo que su asistenta le sirviera un zumo de naranja, otro lujo que podía permitirse en razón de su cargo, y se dispuso a cavilar tranquilamente sobre el sentido de todo aquello.
El se tenía por una persona honrada y fiel cumplidor de las normas constitucionales. No podía permitir que si algo de lo que decía la nota era cierto, aquello quedara impune; y, en cualquier caso, debía averiguar quién era el autor, pues podía ser un peligro para la comunidad…
Incluso podía ser peligroso para él mismo –pensó sintiendo un escalofrío– porque si aquel hombre había conseguido llegar hasta él para dejarle la nota…, de la misma manera podía hacerlo para atentar contra su persona. Al fin y al cabo, no faltaban en aquellos tiempos difíciles locos furiosos dispuestos a atentar contra las legítimas autoridades… Claro que si el misterioso autor del anónimo hubiera querido atacarle no tenía sentido alertarle con aquella extraña nota…
¿Y si fuera una trampa? El ardid de algún colega del consejo que quería desacreditarle. Tal vez alguien que pretendía utilizar su buena fe, con la idea de ridiculizarle si daba publicidad al anónimo. La acusación de locura era grave, y aunque se tratara de locura hablante y no actuante, podía ocasionarle la pérdida del cargo y, aún peor, quizá la necesidad de someterse al electroshock. Una posibilidad cuyo solo pensamiento le hizo estremecerse de nuevo.
No –se dijo con firmeza mientras apuraba de un trago el zumo–, no debo seguir esa línea de pensamientos o me volveré paranoico.
—En realidad, estoy haciendo una montaña de un grano de arena. Solo tengo que tirar esta maldita nota a la basura, cambiar el código de acceso al edificio y alertar al portero –pensó tratando de tranquilizarse–. A no ser, claro, que el portero esté implicado. Mejor será despedirle y poner otro en su lugar.
De esta forma cavilaba el consejero Antunez –mientras se relamía los labios gozando de los restos de naranja depositados en las comisuras– cuando de pronto sonó el intercomunicador oficial. Se levantó, atravesó el pasillo hasta la sala de comunicaciones y miró el código de llamada. Era Villar, su colega en el consejo que se ocupaba de la seguridad.
¿Podía ser algo relacionado con la nota? –pensó sintiendo un nuevo escalofrío… el tercero aquella mañana–. No, no era lógico, Villar no había podido enterarse aún, a no ser que…
Sacudiendo la cabeza con energía para alejar aquel pensamiento, Antunez marcó en el dispositivo táctil la opción de contestar sin imagen. No quería que su colega le notara más nervioso de lo que pudiera delatar su voz. Al fin y al cabo, Villar era un hombre a quien rara vez se le escapaba nada, un tipo famoso por su carácter inquisidor y perspicaz.
—Dime, Villar –dijo Antunez tratando de aparentar normalidad.
—Qué pasa, Antunez, es que no estás visible esta mañana –contestó el consejero de seguridad con sorna.
—Bueno, no te preocupes, a todos nos puede pasar –continuó sin dejarle responder–. Te llamo porque un montón de peces gordos me están volviendo loco con unas notas que dicen que han recibido. ¿Sabes algo de eso?… El jefe ha convocado una reunión urgente esta misma tarde. Todo el gabinete en pleno.
Antuntez se quedó paralizado sin saber cómo reaccionar. Sus sospechas respecto a una trampa aumentaron, aunque tuvo la suficiente presencia de ánimo como para contestar con un hilo de voz:
—Sí, yo también he recibido algo, pensaba llamarte…
—Bueno bueno, no te alteres, ya me lo contarás esta tarde… Ahora tengo que dejarte, buenos días.
Antunez, tras reflexionar sobre las palabras de su colega, se tranquilizó un poco. Ya no se trataba de un asunto personal. Si más personas –gente importante por lo que decía Villar– habían recibido la nota… aquello se había convertido en algo que pertenecía al ámbito del gobierno, un asunto de Estado tal vez.
De forma que comenzó a comer con apetito mientras miraba las noticias en la página de inicio del hipertexto, que tenía configurada con temas de su interés profesional. No había nada fuera de lo habitual: las inundaciones de otoño habían anegado grandes áreas de la Europa central y occidental. El último retrovirus de la cepa asiática había causado más muertes que todos los anteriores. Los inmunólogos estimaban que tardarían por lo menos dos años en encontrar la vacuna, que era como decir que no tenían ni idea de por dónde empezar. La sequía en América del Norte duraba ya cinco años, y los ecólogos consideraban que la tierra tardaría un tiempo indefinido en recuperarse. Como para compensar, las noticias aseguraban también que se había conseguido detener la epidemia de viruela mutante en Japón, y que las cosechas de mijo en el África meridional habían aumentado un 5%. Claro que no se detallaba que el año pasado descendieron un 80% a causa de la plaga del gorgojo del mijo.
En suma, era evidente que la situación de la ecología global estaba fuera de control, como él ya había denunciado reiteradamente en sus informes. Unos informes que parecían caer siempre en saco roto. A veces, incluso sospechaba que nadie los leía en realidad.
En ese momento, su pensamiento volvió a la nota y tuvo una idea. Hombre de acción como era, no tardó en ponerla en práctica. Activó el altavoz del interface del hipertexto y dijo: presos políticos.
En la pantalla apareció al instante un mensaje: No se ha encontrado ninguna entrada para presos políticos.
El consejero se quedó pensando: Bien, en realidad no es nada extraño, se trata de una expresión anacrónica y el sistema la ha eliminado automáticamente por falta de uso… Claro que si realmente hay personas que consideran, hoy en día, que sí hay presos políticos, como parecía indicar la nota… ¿No hubieran hecho alguna referencia a ello en el hipertexto?… La principal garantía democrática del sistema de hipertexto era su acceso universal… ¿Y entonces?…
Bueno, al fin y al cabo no era asunto suyo –se tranquilizó–, era un tema de seguridad. Que Villar se encargara. El bastante tenía con lidiar con sequías, plagas y suicidios masivos de campesinos, como para preocuparse también sobre la fiabilidad del hipertexto.
Sin embargo, a pesar de esta última reflexión, notó un nudo en el estómago y no pudo terminar la comida, que la asistenta retiró con cara de reproche. Luego se duchó, una larga ducha al alcance de muy pocos, después se vistió y salió para la reunión del consejo. No tardó demasiado en llegar allí, pues su apartamento se encontraba en la llamada zona verde de la capital. La zona verde, o zona segura, ocupaba un espacio no demasiado extenso, así que simplemente caminó unos diez minutos hasta llegar a su destino.
Desde el momento en que entró en la sala de reuniones, se dio cuenta de que las aguas bajaban revueltas. Las caras de los asistentes reflejaban cierta tensión y Antunez, que se tenía por buen fisonomista, dedujo que había algún tipo de enfrentamiento soterrado entre los miembros del consejo. A aquellas alturas, no tuvo dudas de que la causa no podía ser otra que la nota.
Cinco de los siete consejeros del gobierno estaban ya sentados alrededor de la mesa cuando él llegó. El último en llegar fue Monte, el consejero de justicia y reeducación, que llegó poco después, y la sesión dio comienzo. El presidente Barcos rompió el silencio con su voz seca y dura:
—Bien señores, no voy a andarme con rodeos… Si alguien tiene la más minima idea de la procedencia de las notas, que lo diga ahora. Si no lo hace y acaba saliendo a relucir que algo sabía…, tendré que entender que tiene algo que ver en el asunto.
Los consejeros callaron durante unos instantes tensos. Aparentemente nadie quería ser el primero en hablar. Si nadie lo hacía, parecía claro que Villar tendría que mover ficha.
—Es curioso que nadie diga nada –terminó por decir Villar con una sonrisa amenazadora en su rostro… Para empezar espero que quienes hayan recibido esa nota la entreguen ahora mismo, para que los servicios de seguridad puedan examinarlas y compararlas.
Por toda respuesta, cuatro de los consejeros: Antunez; María Rojas, la consejera de salud; Pedro Monte, de justicia y reeducación, y el propio Villar, dejaron las notas sobre la mesa. Villar las recogió, las introdujo en una carpeta negra y las entregó a uno de sus ayudantes.
—Bien, parece claro, señores, que todos los que han recibido las notas tienen que ver en su trabajo con el tratamiento a esos hipotéticos presos políticos, que por supuesto no existen. Monte que se ocupa de la reeducación, Rojas de las drogas que utilizamos en las terapias, y yo mismo que me ocupo de la seguridad. La excepción es Antunez, pues, por lo menos a primera vista, no parece que su departamento tenga nada que ver con el tema del que habla la nota.
Antunez miró al consejero de seguridad sin saber muy bien cómo tomarse aquellas palabras. Pero su instinto de supervivencia, bien forjado en las intrigas del poder, encendió en su interior una señal de alarma: el era el diferente, mucho cuidado.
Una de las normas básicas de supervivencia en la enmarañada burocracia post constitucional era no destacar, no salirse de la facción a la que pertenecías si no era absolutamente necesario… De modo que si Villar le destacaba, incluso de aquella forma aparentemente inofensiva, es que tramaba algo contra él.
—Obviamente, la sola idea de la existencia de presos políticos después de la Constitución, que terminó con los partidos políticos y con la política misma, es totalmente absurda… –Continuó diciendo Villar–. Entonces, ¿cómo podemos interpretar la nota?… Para empezar, podemos suponer como muy probable que el autor sea alguien de dentro, pues de otro modo le hubiera resultado muy difícil entregar la nota a personas del núcleo del sistema, además de las obvias dificultades técnicas de su confección… Entonces, siguiendo esa línea de pensamiento, si ya sabemos quién pudo hacerlo, la siguiente pregunta es por qué lo hizo, o dicho de otra manera: quién tiene motivos para hacerlo.
Antunez se dio cuenta enseguida de por dónde iba el consejero de seguridad. Trataba de quitarse el marrón de encima, porque era evidente que la nota cuestionaba su política, ergo no tenía sentido que él la hubiera escrito. Esa línea de argumentación exculpaba también al consejero de justicia y reeducación. Y también, aunque de una manera menos clara, dejaba fuera a la consejera de salud, que tenía que garantizar el control sanitario en los procesos de reeducación, investigar y proporcionar las drogas empleadas…
De ser cierta la información de la nota, a los tres les perjudicaría si se acabara conociendo su contenido.
—Así que podemos descartar a quienes perjudica la nota, es decir, a los presuntos implicados en la supuesta trama. Es decir, quienes tenemos acceso al control del hipertexto, y los que se ocupan de la situación de las personas en proceso de reeducación.
Antunez sintió cómo un nudo se iba apretando en su garganta. Tal vez fueran solo imaginaciones suyas, pues faltaba cualquier prueba, o incluso indicio, de que él pudiera ser el autor. Aunque, bien mirado, cuándo había detenido aquello a un tipo como Villar: el gran constructor de pruebas, como le llamaban algunos en privado.
No podía dejar las cosas así –se dijo dando un respingo–, debía defenderse, o el nudo se cerraría definitivamente y ya no podría hacer nada. Debía intervenir. En una situación así un ataque indirecto podía ser una buena defensa. De modo que puso en práctica la estrategia a la que había estado dándole vueltas durante las últimas horas:
—El consejero Villar olvida algo –dijo Antunez con una voz tranquila, que escondía la tormenta que tenía lugar en su interior–. Esta mañana he hecho una pequeña prueba y el resultado ha sido muy interesante… Es, además, una prueba que pueden hacer ustedes mismos en este mismo momento. Creo que puede ser clarificador.
Villar y el resto de consejeros miraron a Antunez con una mezcla de curiosidad y escepticismo. Aparentemente, todos habían llegado a la misma conclusión que la víctima de aquella intriga. Y todos habían decidido apartarse de él como del fuego, para evitar quemarse.
Por tanto, fue el propio presidente quien terminó por contestar después de un largo silencio.
—Pues usted dirá, consejero, soy todo oídos.
—Si me hacen el favor de conectar sus consolas al hipertexto, verán lo que quiero decir. Pueden activar el modo sonoro o el teclado, el resultado será obviamente el mismo. Bien, ahora tecleen o digan la frase: presos políticos.
Todos los consejeros, incluido el presidente, hicieron lo que decía Antunez. Las pantallas respondieron como Antunez había previsto: no se han encontrado entradas para presos políticos.
Por un momento, el consejero había llegado a pensar que el resultado podía variar y toda su estrategia irse al traste… pero, pensándolo bien, hubiera sido demasiado hasta para un hombre tan maquiavélico como Villar prever aquello. En todo caso, fue precisamente Villar el que contestó con suficiencia:
—Realmente, Antunez, creo que ha perdido usted la cabeza… ¿qué quiere demostrar con eso, tal vez que hay presos políticos?
Un rumor de asentimiento contestó a las palabras del consejero de seguridad.
—En absoluto, solo quiero hacer ver al consejo lo extraño de que la palabra no aparezca en el hipertexto.
—Pues para ese viaje no hacían falta tantas alforjas –repuso Monte, el consejero de justicia y reeducación–, es evidente que el término ha sido eliminado por falta de uso.
Lógicamente, Antunez se esperaba esa respuesta. Era consciente de que estaba jugando en el filo de la navaja, pero todavía tenía un as en la manga.
—Eso pensé yo en un principio, pero luego consideré que si había personas –enfermos mentales claro– que siguen considerando que existen presos políticos, como parece demostrar la nota… ¿No lo habrían expresado en el hipertexto?…
—A no ser que usted sea el autor de la nota –dijo de pronto Villar con un tono de voz que recordaba la hoja de la guillotina cayendo sobre el cuello de su víctima.
—O a no ser que usted haya eliminado conscientemente el término del hipertexto –contestó Antunez con voz calmada.
—¿Por qué motivo tendría que hacer yo eso? Pero claro, usted considera que existen esos presos y yo quiero ocultarlo.
—Desconozco sus motivos, consejero, pero la lógica me lleva a pensar que usted es el único que podría hacer desaparecer palabras del hipertexto…
—Está usted adentrándose en un terreno muy peligros, en mi opinión está dando pábulo a esa nota, que seguramente escribió usted mismo… y eso me lleva a valorar, como consejero responsable de la seguridad, que debería dejar su cargo y someterse a la reeducación.
—Yo opino lo mismo –terció la consejera de salud–, tal vez lo mejor para usted sea ponerse en manos del departamento de reeducación. Le aseguro que las nuevas drogas que se producen en nuestros laboratorios no son en absoluto perjudiciales ni dolorosas.
—Están ustedes prejuzgando mi culpabilidad sin prueba alguna. Pido al presidente que intervenga para restaurar la justicia en esta sala… –dijo Antunez, apelando al presidente en la que creía era su última oportunidad de salir con bien de aquello, visto el cariz que estaban tomando las cosas.
Todas las miradas se volvieron hacia el presidente, que hasta ese momento se había mantenido al margen.
—Consejero Villar, tiene alguna prueba o argumento que añadir a lo que ya se ha dicho para sostener la acusación contra el consejero de economía ecológica.
Seguro que sí –pensó Antunez preparándose para lo peor–, Villar no era hombre que abandonara su presa así como así una vez atrapada.
—En realidad –añadió Villar confirmando las sospechas–, he de decir que la acción del consejero no me ha sorprendido en absoluto. Hace tiempo que vengo observando que mantiene una actitud claramente antisocial; y lo que es más grave, que lo hace aprovechando su cargo. Es por ello que insisto en que dimita o sea depuesto para ser reeducado.
—Explíquese –interrumpió el presidente.
—En los últimos tiempos, el consejero ha venido elaborando una serie de informes en tono apocalíptico sobre la situación de la ecología global, provocando así una merma en la moral en los funcionarios del consejo. Esos informes llegan a sugerir cambios en la Constitución: el arma definitiva contra el caos, de la que nos hemos dotado tras muchas décadas de sufrimientos y disturbios injustificados. Son además informes que no se sostienen, según la opinión de la mayoría de expertos que he consultado…
—Me gustaría saber qué expertos son esos –dijo Antunez en voz demasiado alta y algo quebrada.
—No se altere consejero, aquí nadie quiere perjudicarle, sólo buscamos la verdad. Y le aseguro que los expertos que consulté son todos de primera fila, por ejemplo su secretario primero el doctor Juárez –contestó Villar tranquilo.
Antunez sintió que se le caía el alma a los pies al oír el nombre de su protegido. Si realmente Juárez había hecho aquello no había nada que hacer. Los traidores estaban dentro de casa, incluso entre las personas en quien más confiaba… Sin embargo, todavía tuvo fuerzas para contestar:
—Exijo ver esos contrainformes…
—Por supuesto que sí, consejero, los verá, pierda cuidado…
Villar era consciente de que la batalla estaba ganada. Había echado el lazo y la presa había caído. Ahora, solo hacía falta rematar la jugada, dar la puntilla a su adversario. Y la mejor manera de hacerlo era dejar que el mismo se ahorcara. En cambio, para desgracia del consejero de seguridad, las aguas tomaron otro cauce.
—Me gustaría saber por qué nadie me había informado a mi antes sobre esos informes catastrofistas… –Intervino de pronto el presidente Barcos con cara de pocos amigos.
Estas palabras provocaron la sorpresa general, pues ya todos daban a Antunez por finiquitado y a Villar por triunfador en el duelo burocrático que estaban presenciando.
Sin embargo, el presidente veía las cosas de otra manera. Desde luego, él era consciente de que –se les llamara como se les llamase– había miles de personas detenidas, interrogadas, sometidas a tratamiento químico, a trabajos forzados… por discrepar de las políticas del régimen.
Era algo que asumía como inevitable para garantizar el orden; algo de lo que no se sentía especialmente orgulloso, pero que su sentido del deber exigía como inevitable.
Por supuesto, también era consciente de las manipulaciones del hipertexto. Eran cosas de las que se encargaba Villar, pero que él conocía. Aunque no le gustaba pensar demasiado en ellas.
En todo caso, lo que no le gustaba en absoluto era la actitud de Villar: El gran adulador, su marioneta tantos años; a quien él había encumbrado desde la nada; un hombre mediocre sólo bueno para la intriga… Ese hombre, se estaba volviendo demasiado ambicioso… Aunque, el hombre en cuestión, no lo demostró en absoluto cuando contestó con voz meliflua la pregunta del presidente:
—Por supuesto pensaba hacerlo señor. De hecho, estaba redactando el preceptivo informe cuando surgió el tema de la nota y lo aceleró todo.
—Eso espero, Villar, eso espero… pero antes de entrar en ello, quisiera volver al tema de la supuesta manipulación del hipertexto.
Barcos hizo una pausa teatral antes de seguir hablando. Dejó que su mirada atravesara los rostros de sus consejeros, y dijo:
—Yo también quisiera proponer un pequeño experimento… Creo que de esta forma podremos zanjar, de una vez por todas, este maldito asunto. Como bien ha señalado el consejero de seguridad, es muy posible que la expresión presos políticos haya desaparecido del hipertexto por su falta de uso. Sin embargo, ya que el consejero Antunez manifiesta dudas en ese sentido, se me ocurre una manera muy sencilla de comprobarlo. La idea es realizar una entrada para presos políticos. Por ejemplo la siguiente: Presos políticos es un término anacrónico, que se utilizó en la etapa preconstitucional para referirse a personas encarceladas por su actividad política subversiva.
El conjunto de los consejeros escuchaba atento al presidente que enunciaba en voz alta la frase mientras tecleaba en el interface del hipertexto. Barcos los miró a su vez con aspecto de estar divirtiéndose y tecleo la opción para introducir un contenido. Ratificó por dos veces la entrada como era preceptivo y salió de la aplicación.
—Bien, supongo que a estas alturas ya se habrán dado cuenta de lo que trato de hacer. Ahora, ustedes mismos pueden comprobar el resultado. Simplemente accedan al hipertexto y tecleen: presos políticos. Veremos si la entrada que he introducido se ha reflejado o no.
Villar miró con ojos de espanto al presidente. Pensó a toda velocidad de qué opciones disponía, y, ya a la desesperada, trató de evitar la catástrofe diciendo:
—Esperen un momento, es necesario tener en cuenta que el sistema necesita tiempo para introducir la nueva información.
—¿No será más bien que el consejero necesita tiempo para tapar su amaño? —dijo Antunez saboreando las mieles de la venganza.
—¡Cómo te atreves Antunez! —contestó Villar alzando un dedo amenazante hacia su rival.
—Eres carne de electroshock… —terminó diciendo entre dientes. Y enseguida se arrepintió de haberlo dicho, al ver la amplia sonrisa de Antunez formándose lentamente en su rostro.
—¿Cuánto tiempo estima el señor consejero de seguridad que tardará el sistema en asimilar la información que le acabo de introducir? Tenía entendido que era un proceso instantáneo –preguntó el presidente con voz neutra.
—No lo sé, unas horas tal vez… –contestó Villar.
—Eso es ridículo, cualquiera puede ver que el consejero solo trata de escurrir el bulto. ¿Unas horas? ¿Cuántas?…, las suficientes para que él vaya a su despacho… Todo el mundo sabe que este tipo de procesos son, si no totalmente instantáneos, por lo menos muy rápidos. Todos nosotros hemos introducido novedades en el hipertexto y sabemos que no tardan horas en reflejarse…
La mayoría de los presentes asintieron con la cabeza las palabras de Antunez. El sentido de la marea había cambiado y todos deseaban situarse a su favor.
—No lo niego, solo digo que no siempre es necesariamente así. A veces pueden surgir inconvenientes que… –dijo Villar, sabedor de que estaba perdiendo la batalla dialéctica.
—En todo caso –concluyó el presidente–, podemos hacer ahora una prueba. Si el texto aparece no habrá ningún problema. En caso de que no sea así podemos esperar un poco más por precaución… ¿Están todos de acuerdo?
Un nuevo asentimiento general contestó la pregunta del presidente Barcos. El mismo realizó la prueba que no reflejó la entrada del presidente.
—Bien, una vez realizada esta primera comprobación, propongo esperar una hora para realizar la segunda y definitiva.
—De acuerdo –dijo Villar–, creo que un receso nos vendrá bien para calmar los ánimos.
—No me opondré a ello, pero me parece de sentido común que nadie debe salir de esta sala hasta realizar la comprobación.
—¿No le parece que exagera, consejero Antunez, piensa tenernos aquí toda una hora sin siquiera poder ir a hacer pis? –preguntó con una voz que pretendía ser jocosa el consejero de justicia y reeducación.
Algunas risas, no demasiado entusiastas, siguieron a esta frase.
—Usted es el experto en seguridad Villar ¿Qué propone en este caso? –preguntó el presidente sin alterarse lo más mínimo.
Villar se sintió como el cazador cazado al escuchar las palabras de su jefe. Era consciente de que no podía insistir en salir de la sala sin levantar más sospechas; pero, por otro lado, si no podía llegar a sus dominios en la consejería de seguridad no tendría la oportunidad de hacer los cambios necesarios en el hipertexto. De modo que se encontraba en un callejón sin salida.
Pensó en tirar de la manta, en descubrir todo el pastel, incluida la implicación del presidente. Sin embargo, era consciente de que si Barcos lo negaba, posiblemente, el resto de consejeros implicados en la manipulación apoyarían al presidente. Era una de las normas básicas de la casa: aliarse siempre con el más fuerte.
De modo, que, como debía responder de alguna manera la pregunta directa de Barcos, decidió ganar tiempo y aceptó que lo correcto era que nadie pudiera salir de la sala durante una hora. De esa forma, ganaba tiempo y también la posibilidad de negociar una salida. Al fin y al cabo, él tenía mucha información comprometedora con la que transar con Barcos; y también podía tratar de buscar alianzas con el resto de consejeros.
Pero antes de eso debía tener una idea clara de lo que estaba pasando. Era evidente que algo se le escapaba en aquel asunto. Lo primero y más importante: ¿Quién y para qué había enviado la nota? Luego, entender el juego del presidente. Si resolvía ambos enigmas, estaría en posición de encontrar una salida.
La hora de espera se hizo larga para la mayoría de los presentes, exceptuando a Villar, que pensaba febrilmente, y sin acabar de atar cabos, sobre aquellas preguntas. Cuestiones que le obsesionaban tanto como el reloj de pared que marcaba el inexorable paso de los minutos.
Por el contrario, Antunez era el que más impaciente estaba. Los minutos, que para Villar pasaban demasiado rápidos, se le hacían a él interminables. El resto de los consejeros, adoptaron una pose de cierta indiferencia, como si la prueba no fuera con ellos. El consejero de cultura intentó incluso un sutil galanteo con la titular de salud pública.
Villar, tras ensayar varios y sutiles movimientos tácticos con el fin de aparentar un encuentro casual, logró mantener un aparte con Monte y la doctora Rojas –que había conseguido zafarse del consejero de cultura–, a los que consideraba sus aliados en el consejo, por lo menos hasta ahora.
—Creo que ahora entiendo empiezo a entender el sentido de todo esto. Antunez escribió la nota con la intención de incriminarme –argumentó Villar ante sus interlocutores.
Movía de forma un tanto compulsiva las manos al hacerlo, algo que no pasó desapercibido a los otros, que lo tomaron como un signo de debilidad.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? ¿No podría ser alguien de fuera? Quiero decir un antisistema, uno que haya pasado por los centros –preguntó Monte sin demasiada convicción.
—¿Qué quieres decir…? –Respondió Villar más paranoico que nunca.
—Vamos, Villar, abandona de una vez esa pose de inocente. Los tres sabemos muy bien que existen presos, miles de ellos, en campos de concentración, a la espera de ser reeducados… Tal vez alguno de ellos haya logrado escapar. O, quizá, sea inmune a las sustancias reeducativas. Nuestras drogas son muy eficaces pero no infalibles –apuntó Rojas, que sabía muy bien de lo que hablaba, pues era su departamento el que se encargaba de elaborar las sustancias.
—¿Y cómo explicas que haya podido acceder a todos nosotros? –contestó Villar desechando la idea–. No, ha tenido que ser Antunez. Ignoro sus motivos y sobre todo ignoro si Barcos estaba al tanto. En todo caso, la pregunta clave es ¿estaríais dispuestos a apoyarme si tiro de la manta?
—Tirar de la manta, ¿qué quieres decir con eso? –preguntó Montes con aspecto alarmado.
—Pues está claro joder… si he manipulado el hipertexto ha sido siguiendo instrucciones de Barcos, y por motivos de seguridad nacional. No pienso pagar el pato yo solo.
—Pero él podría negarlo, decir que no sabía nada… ¿tienes pruebas de lo contrario? –repuso Montes ante la mirada expectante de la consejera de salud, que parecía valorar en silencio lo que decían los otros.
—Bueno, por supuesto no hay nada por escrito pero hay quien podría testificarlo, tal vez Juárez, y por supuesto vosotros dos… Si no lo hacéis tened por seguro que os arrastraré conmigo de todas formas. Y en vuestro caso sí dispongo de ciertas grabaciones, que estoy seguro que no os gustaría en absoluto que salieran a la luz.
—¿Qué grabaciones son esas? ¿Cómo podemos estar seguros de que no es un farol? —preguntó inquisidora la consejera Rojas.
—No pienso deciros más, vosotros sabréis si estáis dispuestos a arriesgaros…
En ese momento, Barcos reclamó la atención de sus consejeros, que se encontraban hablando en corrillos. A excepción de Antunez, que permanecía solo y muy pálido, mirando el reloj.
—Señores, faltan diez minutos antes de que se cumpla la hora de seguridad. Si alguien quiere decir algo, ahora es el momento.
Hubo un cruce de miradas entre Villar y sus supuestos aliados, sin embargo ni unos ni otro supieron interpretar su significado. Finalmente, Villar tomó la palabra:
—Señor presidente, me gustaría hablar un momento con usted en privado.
—Claro consejero, una vez terminada la sesión podemos hablar en mi despacho.
—Si me disculpa, yo preferiría hablarlo ahora mismo, se trata de algo de extraordinaria urgencia…
—Ya, pero comprenderá que esa conversación, justo ahora, podría ser malinterpretada por sus colegas… espérese a que terminemos –concluyó Barcos con determinación.
Nadie más dijo nada. Así que llegó el momento de la prueba, que dio el mismo resultado que la vez anterior: No se han encontrado entradas para presos políticos.
—Y bien, consejero Villar, usted es el responsable del hipertexto… ¿Cómo explica esto?… –preguntó enseguida el presidente.
Villar contestó al poco con voz fúnebre:
—Obviamente el hipertexto ha sido manipulado para que ciertos términos no puedan ser introducidos por los usuarios.
—Como decía la nota.
—Como decía la nota, efectivamente.
—Ya, y según usted, ¿quién ha podido realizar esa manipulación a todas luces inconstitucional?
El consejero esperó unos instantes antes de contestar la pregunta del presidente y repuso:
—Usted lo sabe tanto como yo, y hay otras personas en esta sala que podrán confirmarlo.
—¿Debo tomar eso como una confesión?
—Tómelo como usted quiera, al fin y al cabo estoy en sus manos… y a su disposición, como siempre.
—Bien, en ese caso creo que no me queda más remedio que pedirle su dimisión… En cuanto a esas otras personas que dice, en fin, haré como que no he oído nada. Estoy seguro que sus intenciones eran buenas cuando manipuló el hipertexto, y que su único interés es la seguridad nacional; pero usted ha violado la ley, y la ley rige para todos. Con mayor motivo para los servidores públicos. La Constitución lo deja bien claro.
—La tendrá usted mañana encima de su mesa –dijo Villar muy serio.
El resto de la concurrencia respiró aliviada tras estas palabras. Ya estaba. Asunto concluido. Ahora podrían volver a sus rutinas diarias. Sin embargo, el presidente no había concluido aún.
—Por supuesto, queda por determinar el asunto de la nota… –continuó Barcos mirando directamente a Antunez–. Aun siendo en parte cierto su contenido, como acabamos de ver, es totalmente inaceptable en lo que se refiere a los presos políticos; y por supuesto no es el canal adecuado para manifestar una protesta… Usted debió dirigirse directamente a mí.
—¡¡Pero yo no escribí esa nota!! –exclamó con voz algo quebrada Antunez.
—Ese tipo de negación infantil, solo empeora su situación. A pesar de la dejadez de Villar, que no me los entregó, he tenido acceso y leído los informes que me manda. Usted es un derrotista y no merece ocupar su cargo. Pero, además, es sin duda un enfermo mental, el asunto de la nota lo confirma. No soy un experto pero, en este caso, incluso un lego como yo puede deducir sin dificultad un diagnóstico de paranoia esquizoide. Deberá usted someterse a reeducación. La doctora María Rojas se encargará personalmente de usted… La reunión había concluido.
Habían pasado un par de semanas desde la reunión del consejo. La reeducación había empezado. Se trataba de un tratamiento progresivo, a base de drogas, y hoy comenzaban los temidos electroshocks. Antunez sabía que irían subiendo de intensidad hasta conseguir una lobotomía no quirúrgica. De esa forma, tras el habitual coctel de camisas de fuerza químicas, terapias de condicionamiento conductual, electroshock y, si fuera necesario, también cirugía, ellos lograrían que se convirtiera en un hombre nuevo.
Se convertiría en otra persona, en cierta manera en un niño pequeño: tabula rasa sobre la que comenzar a construir un buen ciudadano. Uno que fuera fiel cumplidor de la Constitución. Aunque, a cambio, hubiera que eliminar la imaginación, la capacidad de pensar por uno mismo…
Antes de que eso sucediera, Antunez había pedido una reunión privada con el presidente. Para su sorpresa, Barcos había aceptado. La consejera de salud, que aparecía de vez en cuando para supervisar el proceso, había aceptado transmitir su petición al presidente; y ella misma le había comunicado su aceptación.
Así que allí estaban los dos: él atado con correas de seguridad a una silla metálica; y su victimario enfrente, muy tieso, en otra silla esta vez sin correas.
—Para empezar quiero decirle que no he solicitado esta entrevista para pedirle clemencia… sé perfectamente que usted no puede hacer eso a estas alturas o su autoridad quedaría cuestionada.
—Le agradezco que lo entienda, y también que para mí esta ha sido una decisión difícil, siempre lo es cuando se trata de alguien a quien conoces. Todavía no me he convertido en un ser del todo insensible al dolor ajeno… Si puedo prefiero evitar este tipo de cosas.
—Pues no lo entiendo. Usted podía simplemente haberme cesado como a Villar. Pero dejemos eso, comprendo su plan. Una jugada maestra digna del mejor Maquiavelo: de una sola tacada acaba usted con dos consejeros molestos enfrentándolos entre ellos. Simple y eficaz. Porque ahora entiendo, a pesar de la confusión que comienzan a ocasionarme sus drogas, que la nota no pudo escribirla nadie más que usted.
Barcos sonrió ante la deducción de su antiguo subordinado. Guardó silencio un rato y terminó por decir:
—Bueno, supongo que esas drogas no son tan seguras como pensamos, tendré que hablar de ello con la doctora Rojas. Desde luego a usted no le han limitado su capacidad crítica. Aunque no ha acertado del todo. Yo nunca hubiera escrito una nota así, demasiado metafórica, todo ese discurso sobre el robo de las palabras, sencillamente no es mi estilo. La nota la escribió un verdadero preso político, si me permite la expresión. Los servicios de seguridad la encontraron en su celda y ellos me la hicieron llegar. Al leerla pensé que tal vez pudiera tener alguna utilidad para mi… y, bueno, a partir de ahí lo demás lo ha deducido usted solo. Por supuesto yo no debería decirle esto, pero confío plenamente en que el tratamiento concluya con éxito en lo que respecta a la memoria reciente.
—Si con eso trata de amenazarme no se moleste, de hecho lo he pensado bien y he decidido que prefiero una muerte digna a la reeducación… Eso es precisamente lo que quería pedirle. Supongo que no sería difícil: una descarga demasiado fuerte o tal vez un error con el bisturí… Tampoco tendría que preocuparse por el escándalo, controlado como controlan el hipertexto. Por cierto ¿quién ocupará ahora el lugar de Villar? ¿Montes? ¿Juárez?…
—Será Montes, creo que lo hará bien, tal vez mejor que Villar, es mucho menos ambicioso… Juárez ocupará su antiguo puesto. Y en cuanto a su petición… bien, le prometo que pensaré en ello. Ahora, si me perdona… comprenderá que estoy muy ocupado.
—Sólo una cosa más Barcos. Usted sabe perfectamente que mis informes son correctos. El mundo se va al carajo. De forma inminente. Y no estamos haciendo nada para evitarlo. No entiendo cómo puede vivir con ello. Pienso que deberíamos hacer algo, tratar de impedirlo, o por lo menos intentarlo.
Barcos miró fijamente a su interlocutor. Parecía pensar con detenimiento su respuesta a las palabras de Antunez.
—¿Y cree usted que alguien puede hacer algo? Estamos ante un proceso irreversible, hagamos lo que hagamos el mundo se irá al carajo como usted dice. Tal vez nosotros no llegamos a verlo, pues las medidas que tomamos, aunque no evitan el desastre, puede que lo retrasen un poco. Aunque ya sé que usted no lo cree. En cualquier caso, da igual. Solo aspiro a que el mundo tenga una muerte digna como la que usted me reclama: un fin ordenado. Por supuesto también aspiro a que yo, y otras personas como yo, vivamos de la mejor manera posible la decadencia… Esa es la esencia del hombre al fin y al cabo: el instinto de supervivencia, que hace que los mejores pervivan. Villar y usted eran buenos, pero yo he sido mejor, me he movido más rápido y de forma más inteligente. De forma que yo sobrevivo y ustedes no. Y ya que va usted a morir en breve no creo que haya nada malo en que sepa que también Villar lo hará dentro de poco, no puedo dejarlo con vida, es demasiado vengativo; y usted demasiado ingenuo si me permite que se lo diga.
—Pero nadie pervivirá, todos perderemos si no hacemos nada. ¿Cómo puede estar tan seguro de que no es posible revertir la situación, aún siquiera en parte?
—Usted lo sabe mejor que yo. Solo que no quiere verlo. Pero no se preocupe, hablaré con la doctora, seguro que hay forma de arreglar lo que usted ha pedido. Todos debemos morir algún día.
Barcos salió de la sala tras decir estas palabras. La doctora Rojas le esperaba en la sala de control. Un operario conectó los electrodos en el cuerpo de Antunez. Fue el propio Barcos quien accionó el dispositivo de encendido.