En
pocas horas, a ambos lados del estrecho de Gibraltar, el Estado español ha
mostrado su lado más oscuro, su núcleo duro, su justificación primera como
detentador del monopolio de la violencia.
La
imagen de la Guardia Civil lanzando pelotas de goma a los emigrantes que tratan
de llegar a Ceuta a nado, y la consecuente muerte por ahogamiento de ocho de
ellos, se mezcla con la del joven vasco aparecido muerto en su celda de la
cárcel de Cádiz.
En
ambos casos, las víctimas, se encontraban a cientos de kilómetros de su lugar
de origen, dispersados por la ley penitenciaria en un caso, y por las leyes
inmisericordes del mercado y el neocolonialismo en el otro.
En
ambos, las víctimas son personas jóvenes pero encerradas. Imposibilitadas de
desplegar su natural energía juvenil por
los muros de una prisión o por las murallas de la Europa fortaleza.
La
primera imagen es relatada por los medios “oficiales” como “tragedia”: una
catástrofe natural, que irremediablemente sucede sin que se pueda hacer nada
por evitarla. La segunda es considerada como muerte natural: algo que lo mismo
hubiera sucedido de haber estado el joven en la plaza de su Elorrio natal, en
vez de en la cárcel sufriendo palizas y humillaciones.
Al
parecer, ni las concertinas del muro de la vergüenza, ni la política
penitenciaria -vengativa y cruel- contra los presos vascos de motivación
política tienen nada que ver aquí.
El
Estado español, incapaz de solucionar los problemas que le aquejan: incapaz de
atender a su propia población en sus necesidades más básicas, incapaz de asumir
la diversidad de pueblos y naciones en su seno; incapaz también de regular los
flujos migratorios desde criterios de mínima humanidad… se convierte cada día
más en un Estado policial.
De
forma, que ese núcleo duro del monopolio
de la violencia que constituye el origen primero de cualquier Estado, se
superpone a cualquier criterio civilizado, humanista, democrático... que pueda
dulcificar su rostro, encarnar su esqueleto de hueso blanco.
El
Estado se convierte así en una máscara
mortuoria, que encarna el primitivo rostro del poder desnudo, el poder con
mayúsculas: el poder del fuerte contra el débil.
Se
nos muestra como en la radiografía de una cabeza que sólo dejara ver el duro
cráneo y borrara su interior blando y pensante.
Sólo
una idea puede servirnos de consuelo ante esta situación terrible y dolorosa. La
idea de que un Estado así -un Estado que basa su dominio sólo en la violencia
descarnada- no puede durar. Más temprano que tarde la vida se abrirá paso ante
los muros que tratan de cercar su despliegue, en Ceuta o en Puerto de
Santamaría.