jueves, 6 de febrero de 2014

MUERTOS EN EL ESTRECHO

En pocas horas, a ambos lados del estrecho de Gibraltar, el Estado español ha mostrado su lado más oscuro, su núcleo duro, su justificación primera como detentador del monopolio de la violencia.
La imagen de la Guardia Civil lanzando pelotas de goma a los emigrantes que tratan de llegar a Ceuta a nado, y la  consecuente muerte por ahogamiento de ocho de ellos, se mezcla con la del joven vasco aparecido muerto en su celda de la cárcel de Cádiz.
En ambos casos, las víctimas, se encontraban a cientos de kilómetros de su lugar de origen, dispersados por la ley penitenciaria en un caso, y por las leyes inmisericordes del mercado y el neocolonialismo en el otro.


En ambos, las víctimas son personas jóvenes pero encerradas. Imposibilitadas de desplegar su natural energía juvenil  por los muros de una prisión o por las murallas de la Europa fortaleza. 
La primera imagen es relatada por los medios “oficiales” como “tragedia”: una catástrofe natural, que irremediablemente sucede sin que se pueda hacer nada por evitarla. La segunda es considerada como muerte natural: algo que lo mismo hubiera sucedido de haber estado el joven en la plaza de su Elorrio natal, en vez de en la cárcel sufriendo palizas y humillaciones.
Al parecer, ni las concertinas del muro de la vergüenza, ni la política penitenciaria -vengativa y cruel- contra los presos vascos de motivación política tienen nada que ver aquí.
El Estado español, incapaz de solucionar los problemas que le aquejan: incapaz de atender a su propia población en sus necesidades más básicas, incapaz de asumir la diversidad de pueblos y naciones en su seno; incapaz también de regular los flujos migratorios desde criterios de mínima humanidad… se convierte cada día más en un Estado policial.
De forma,  que ese núcleo duro del monopolio de la violencia que constituye el origen primero de cualquier Estado, se superpone a cualquier criterio civilizado, humanista, democrático... que pueda dulcificar su rostro, encarnar su esqueleto de hueso blanco.
El Estado se convierte así  en una máscara mortuoria, que encarna el primitivo rostro del poder desnudo, el poder con mayúsculas: el poder del fuerte contra el débil.
Se nos muestra como en la radiografía de una cabeza que sólo dejara ver el duro cráneo y borrara su interior blando y pensante.   
Sólo una idea puede servirnos de consuelo ante esta situación terrible y dolorosa. La idea de que un Estado así -un Estado que basa su dominio sólo en la violencia descarnada- no puede durar. Más temprano que tarde la vida se abrirá paso ante los muros que tratan de cercar su despliegue, en Ceuta o en Puerto de Santamaría.