Al
hilo de los sucesos violentos que han tenido lugar en los últimos meses, tras
las manifestaciones de Bilbao y Madrid contra las políticas neoliberales. Me
gustaría trasladar algunas reflexiones sobre la violencia política.
Para
empezar, es necesario dejar claro, que -contrariamente
a lo que asegura la retórica oficial- el
sistema político y económico en el que vivimos, lejos de valorar la vida humana
como valor supremo, es capaz de sacrificarla sin sonrojo por un puñado de
euros.
Es
más, incluso podemos decir, que en este sistema se banaliza la muerte violenta
ocultando su origen: miramos para otro lado y basta.
Es
el caso de los mal llamados accidentes laborales, producto de la
sobreexplotación y la precariedad, o las muertes producidas en guerras,
inducidas por intereses económicos, incluido el siniestro comercio de armas...
La
violencia estructural, banalizada, y a menudo oculta, es tan grande que podemos
hablar sin exageraciones de un sistema que basa su crecimiento en la violencia
y la muerte.
Sin
embargo, en mi opinión, la pregunta clave que debemos hacernos ante esta
situación no es sobre la legitimidad ética de la violencia política. Pues hay
una pregunta previa y más importante que deberíamos hacernos: ¿Qué podemos
hacer para cambiar este estado de cosas?
Dicho
de otra forma, ¿qué estrategias son las más adecuadas para convertir ese
sistema, basado en la violencia estructural y la muerte, en otro, que tenga
como fundamentos la reproducción de la vida, el apoyo mutuo y el consenso?
No
negaré que, en ciertas situaciones, la violencia política, no es que sea la
mejor estrategia, sino que es la única posible: entendida entonces como
autodefensa ante un poder descarnado que no permite otras opciones.
Sin
embargo, incluso en esos casos, la
violencia política es una herramienta extremadamente peligrosa: que tiende a
convertirse en un fin en si misma, que puede acabar aislando a los militantes del conjunto social, que -en
último término- corre el riesgo cierto de reproducir las mismas formas de
dominación que intentaba combatir…
Ejemplos
no faltan. Numerosas revoluciones del pasado siglo acabaran creando monstruos a
veces incluso peores que los sangrientos regímenes que combatieron.
Pero,
sin ir necesariamente tan lejos, debemos ser capaces de aprender de la
historia, si no queremos estar condenados a repetir los mismos errores. También
de la historia cercana, en nuestro entorno más próximo; es decir, del uso de la
violencia política en Euskalherria durante las últimas décadas.
No
para flagelarnos, sino para preguntarnos:
¿Se podrían haber hecho las cosas de
otras formas? y sobre todo ¿Podemos hacerlas de otras formas a partir de ahora?
Otras formas más eficaces, no tan autodestructivas, que más que tratar de
agudizar contradicciones, provoquen consensos hacia el cambio…
No
es un reproche ético lo que me gustaría trasladar a los jóvenes -sobre todo
hombres jóvenes- que se enfrentaron a la policía en Madrid o Bilbao, sino una
reflexión en clave de experiencia pasada.
Comprendo
que les hierva la sangre, justificadamente, ante tanto atropello; pero deberían
considerar si no existen formas más efectivas para activar el cambio social, y
reflexionar sobre si la estrategia violenta que llevan a cabo puede ser más
contraproducente que efectiva para los objetivos por los que luchan.
Deberíamos
aprender del pasado también en positivo. Valorar luchas como la insumisión, que
utilizó la desobediencia civil no violenta de forma exitosa; o la lucha
feminista también no violenta y también exitosa.
En
ese sentido, deberíamos atender a la
crítica que desde el feminismo se ha hecho de la masculinización de la
violencia política, una crítica a su carácter vanguardista y masculino, donde
lo que cuenta es el valor individual
-los cojones- frente a la acción colectiva y la búsqueda de consensos
entre todas y todos: una crítica a
revoluciones revolucionadas, con prisas, donde no hay tiempo para el debate y
la reflexión.
También,
si miramos al presente, tal vez la lucha más interesante y productiva que se está
dando en el estado español es la de la PAH, que ha conseguido, con su estrategia de desobediencia y acción
directa no violenta, resultados palpables y un gran consenso social.
O
la lucha del los jornaleros andaluces agrupados en el SAT, con sus ocupaciones
de fincas. O los muros populares en defensa de los jóvenes injustamente
encarcelados en Euskal Herria.
Y
de cara al futuro, ahí está la posibilidad de poner en marcha estrategias de
impagos masivos ante la pobreza energética, de huelgas de consumo unidas a las
huelgas laborales, de boicots, de cortes de ruta masivos: que interrumpan la
circulación de mercancías reales o virtuales.
En
todo caso, es necesario reconocer, que la desobediencia civil y la acción
directa no violenta no son tampoco varitas mágicas que nos llevarán al cambio
social de forma automática.
La
represión y la manipulación mediática, pueden también dañarlas, o pervertirlas;
pero, en general, pienso que son estrategias que pueden producir más consensos
que disensos, que son más difícilmente manipulables, y que su represión supone un mayor coste
político para el Estado. Más eficaces, por tanto, que la violencia política, en sus diferentes
expresiones: expresiones, por cierto, que tampoco podemos meter en un mismo saco.
Creo,
en suma, que son estrategias más eficaces para expresar el inalienable derecho
a la rebelión del pueblo soberano: cuando la democracia se convierte en
plutocracia, cuando desde el poder económico se trastoca el orden democrático,
cuando las elecciones se convierten en un juego de alternancias y no de
alternativas.
No
me considero maximalista en mi crítica a la violencia política, pienso que, en
determinadas circunstancias, la violencia sirve de escaparate para mostrar el
descontento profundo de la gente, e incluso como una forma de deshago personal.
No
creo, en cambio, que sirva para darle la vuelta al sistema y construir nuevas
economías, nuevas políticas, sociedades diferentes: de abajo arriba, más
equitativas e igualitarias, más respetuosas con los ecosistemas, igualitarias
en cuanto a derechos pero diversas en cuanto a maneras de entender el mundo y la vida.