jueves, 10 de abril de 2014

VIOLENCIA

Al hilo de los sucesos violentos que han tenido lugar en los últimos meses, tras las manifestaciones de Bilbao y Madrid contra las políticas neoliberales. Me gustaría trasladar algunas reflexiones sobre la violencia política.
Para empezar, es necesario dejar claro, que  -contrariamente a lo que asegura  la retórica oficial- el sistema político y económico en el que vivimos, lejos de valorar la vida humana como valor supremo, es capaz de sacrificarla sin sonrojo por un puñado de euros.
Es más, incluso podemos decir, que en este sistema se banaliza la muerte violenta ocultando su origen: miramos para otro lado y basta.
Es el caso de los mal llamados accidentes laborales, producto de la sobreexplotación y la precariedad, o las muertes producidas en guerras, inducidas por intereses económicos, incluido el siniestro comercio de armas...
La violencia estructural, banalizada, y a menudo oculta, es tan grande que podemos hablar sin exageraciones de un sistema que basa su crecimiento en la violencia y la muerte.
Sin embargo, en mi opinión, la pregunta clave que debemos hacernos ante esta situación no es sobre la legitimidad ética de la violencia política. Pues hay una pregunta previa y más importante que deberíamos hacernos: ¿Qué podemos hacer  para cambiar este estado de cosas?
Dicho de otra forma, ¿qué estrategias son las más adecuadas para convertir ese sistema, basado en la violencia estructural y la muerte, en otro, que tenga como fundamentos la reproducción de la vida, el apoyo mutuo  y el consenso?




No negaré que, en ciertas situaciones, la violencia política, no es que sea la mejor estrategia, sino que es la única posible: entendida entonces como autodefensa ante un poder descarnado que no permite otras opciones.
Sin embargo,  incluso en esos casos, la violencia política es una herramienta extremadamente peligrosa: que tiende a convertirse en un fin en si misma, que puede acabar aislando  a los militantes del conjunto social, que -en último término- corre el riesgo cierto de reproducir las mismas formas de dominación que intentaba combatir…
Ejemplos no faltan. Numerosas revoluciones del pasado siglo acabaran creando monstruos a veces incluso peores que los sangrientos regímenes que combatieron.
Pero, sin ir necesariamente tan lejos, debemos ser capaces de aprender de la historia, si no queremos estar condenados a repetir los mismos errores. También de la historia cercana, en nuestro entorno más próximo; es decir, del uso de la violencia política en Euskalherria durante las últimas décadas.
No para flagelarnos,  sino para preguntarnos: ¿Se podrían  haber hecho las cosas de otras formas? y sobre todo ¿Podemos hacerlas de otras formas a partir de ahora? Otras formas más eficaces, no tan autodestructivas, que más que tratar de agudizar contradicciones, provoquen consensos hacia el cambio…  
No es un reproche ético lo que me gustaría trasladar a los jóvenes -sobre todo hombres jóvenes- que se enfrentaron a la policía en Madrid o Bilbao, sino una reflexión en clave de experiencia pasada.
Comprendo que les hierva la sangre, justificadamente, ante tanto atropello; pero deberían considerar si no existen formas más efectivas para activar el cambio social, y reflexionar sobre si la estrategia violenta que llevan a cabo puede ser más contraproducente que efectiva para los objetivos por los que luchan.
Deberíamos aprender del pasado también en positivo. Valorar luchas como la insumisión, que utilizó la desobediencia civil no violenta de forma exitosa; o la lucha feminista también no violenta y también  exitosa.
En ese sentido, deberíamos atender a  la crítica que desde el feminismo se ha hecho de la masculinización de la violencia política, una crítica a su carácter vanguardista y masculino, donde lo que cuenta es el valor individual  -los cojones- frente a la acción colectiva y la búsqueda de consensos entre todas y todos: una crítica  a revoluciones revolucionadas, con prisas, donde no hay tiempo para el debate y la reflexión.
También, si miramos al presente, tal vez la lucha más interesante y productiva que se está dando en el estado español es la de la PAH, que ha conseguido, con  su estrategia de desobediencia y acción directa no violenta, resultados palpables y un gran  consenso social.
O la lucha del los jornaleros andaluces agrupados en el SAT, con sus ocupaciones de fincas. O los muros populares en defensa de los jóvenes injustamente encarcelados en Euskal Herria.
Y de cara al futuro, ahí está la posibilidad de poner en marcha estrategias de impagos masivos ante la pobreza energética, de huelgas de consumo unidas a las huelgas laborales, de boicots, de cortes de ruta masivos: que interrumpan la circulación de mercancías reales o virtuales. 
En todo caso, es necesario reconocer, que la desobediencia civil y la acción directa no violenta no son tampoco varitas mágicas que nos llevarán al cambio social de forma automática.
La represión y la manipulación mediática, pueden también dañarlas, o pervertirlas; pero, en general, pienso que son estrategias que pueden producir más consensos que disensos, que son más difícilmente manipulables, y  que su represión supone un mayor coste político para el Estado. Más eficaces, por tanto,  que la violencia política, en sus diferentes expresiones: expresiones, por cierto,  que tampoco podemos meter en un mismo saco.
Creo, en suma, que son estrategias más eficaces para expresar el inalienable derecho a la rebelión del pueblo soberano: cuando la democracia se convierte en plutocracia, cuando desde el poder económico se trastoca el orden democrático, cuando las elecciones se convierten en un juego de alternancias y no de alternativas.
No me considero maximalista en mi crítica a la violencia política, pienso que, en determinadas circunstancias, la violencia sirve de escaparate para mostrar el descontento profundo de la gente, e incluso como una forma de deshago personal.
No creo, en cambio, que sirva para darle la vuelta al sistema y construir nuevas economías, nuevas políticas, sociedades diferentes: de abajo arriba, más equitativas e igualitarias, más respetuosas con los ecosistemas, igualitarias en cuanto a derechos pero diversas en cuanto a  maneras de entender el mundo y la vida.