Durante siglos, los alquimistas europeos se dedicaron a buscar un remedio que sirviera para curar cualquier enfermedad. Llamaron a semejante quimera: panacea. Huelga decir que nunca lograron su propósito.
En estos tiempos de crisis y zozobras, los empresarios de la energía, así como sus técnicos a sueldo, se estrujan las meninges buscando la panacea energética universal. Primero fue la nuclear, hasta que Chernobil y Fukushima enfriaron los ánimos de hasta sus defensores más entusiastas. Bueno, en todas partes menos aquí, donde se prorroga por 7 años la gemela burgalesa de la central nipona.
Ahora, nuestros modernos alquimistas tratan de vendernos nuevas panaceas universales. Se habla de una nueva era del gas, extraído del mismo corazón de las rocas por la técnica de fracturación; pero no se nos dice que para conseguir ese gas deberemos malgastar y contaminar otro recurso cada vez más escaso: el agua. También escuchamos cantos de sirena que hablan del hidrógeno, recurso abundante donde los haya; pero no se nos informa de que, para que produzca energía, es necesario emplear a su vez más energía extraída de otras fuentes, algo así como la trasmutación del plomo en oro. Últimamente, se oye también hablar mucho de la biomasa como la nueva panacea. Arrojados capitanes de empresa -vascos y alaveses incluidos- se meten en el negocio, y algunos proponen nada menos que el eucalipto como el combustible perfecto.
Estos mercachifles de la energía, cegados por la posibilidad del negocio redondo, son incapaces de ver que no existen panaceas que sustituyan al petróleo. Ni siquiera llenando todos nuestros montes y campos de labor con molinos eólicos, construidos sobre grandes plantaciones de eucaliptos y pozos de fracking, conseguiremos mantener los niveles de consumo energético de la era del petróleo barato. No querer verlo no nos ayudará a afrontarlo.