El caso del gasteiztarra Ekaitz Samaniego es un buen ejemplo de que todavía falta un buen trecho por recorrer en el camino de la paz y la normalización política. Él, como las 128 personas encarceladas exclusivamente por su militancia política, es víctima de una situación que podría parecer superada pero que desgraciadamente no lo está.
El caso de Ekaitz es ejemplificador, porque suma una serie de despropósitos judiciales a los que nos habíamos malacostumbrado antes del fin de la violencia de ETA; pero que, a día de hoy, resultan totalmente absurdos e incomprensibles desde cualquier óptica. Las detenciones preventivas, que enviaron a la cárcel a numerosos jóvenes no por lo que hacían sino por lo que pudieran hacer, nunca fueron de justicia; pero es que ahora han perdido toda justificación incluso desde el punto de vista del “derecho de excepción” invocado por los tribunales españoles.
¿Qué sentido tiene enviar seis años a la cárcel a un joven acusado de pertenecer a una organización política, de la que se decía era la “cantera” de ETA, tras el fin de la violencia de esta última? Si alguien lo entiende que me lo explique. Cierto que Ekaitz también está acusado de romper la catenaria del tranvía. Una acusación -que además él niega- por la que le condenan a otros dos años. Un hecho que en cualquier lugar tendría un castigo administrativo, o como mucho de trabajo comunitario, se considera aquí como terrorismo de baja intensidad. ¿Incluso después del fin del terrorismo? El agravio comparativo es evidente y el absurdo manifiesto.
Los poderes del Estado se desentienden de estas situaciones alegando que no tienen prisa en acometer reformas judiciales y de política penitenciaria. Una falta de prisa que provoca nuevas víctimas en jóvenes como Ekaitz. La mayoría de la sociedad vasca lo ve así, y las calles de Bilbao serán testigo de ello el próximo sábado.