Participando en algunas sesiones del CONAMA, he podido constatar la preocupación de la gran mayoría de expertos por la incapacidad de nuestras sociedades para acometer los cambios, cada vez más urgentes, en materia de sostenibilidad ecológica. Estamos en una carrera contra el reloj y, de momento, estamos muy lejos de ganarla. Para conseguirlo haría falta un acelerón al que nadie parece atreverse. El cambio climático y la crisis ecológica, en cambio, continúan acelerando, y lo harán aún más tras el previsible fracaso de la cumbre de Durban. La crisis energética es ya un hecho constatable, sin que nadie se decida a ponerle remedio apostando de forma decidida por la reducción del consumo y las energías renovables. Finalmente, la crisis económica, que interactúa de forma perversa con las dos anteriores, dificulta aún más la toma de decisiones necesarias para superarlas.
Ante semejante panorama, la declaración de Vitoria reclama un cambio de paradigma que empiece por las ciudades. Desde luego, es loable semejante intención, pero a uno le queda la inquietud de pensar que son cosas que se dicen con la boca pequeña, y que luego la realidad se encarga de desmentir. ¿Es compatible ese cambio de paradigma con un sistema económico que se basa en el crecimiento y en la consecución del beneficio a cualquier precio? ¿Es posible un capitalismo verde? La propia crudeza de la situación en la que estamos responde por sí misma a esas preguntas. El cambio de paradigma tendrá que ser también político y económico.
Llevando el debate a lo local, las dudas no son menores. ¿Es compatible con el cambio de paradigma la apuesta por el fracking en nuestro entorno más próximo? ¿Es sostenible la apuesta prioritaria por el turismo para reactivar la economía? ¿Seremos, en suma, capaces de conseguir que la declaración de Vitoria sea algo más que un brindis al sol?