Tradicionalmente,
hemos considerado desde la izquierda, que las formas de control que aseguran la
permanencia del capitalismo y las tasas de beneficio necesarias para su
mantenimiento, se dividían en: formas de
control duro, que incluían dictaduras militares, represión policial… y formas blandas, que se establecían
sobre democracias formales, seducción espectacular…Se suponía que en los países
de la periferia predominaban las primeras y en los países centrales las
segundas. Sin embargo, con el desarrollo de la globalización, las crisis
globales: financieras, energéticas, ecológicas… (1) y un mundo multipolar con
nuevas potencias emergentes, tal vez sea necesario cambiar ese punto de vista.
En parte, porque ahora los centros son multipolares y las periferias están
tanto dentro como fuera de los países centrales; y también porque, actualmente, los estados, en estrecha
colaboración con los plutócratas locales y grandes mercaderes globales,
combinan ambas formas sin aparentes contradicciones. Es el caso evidente de
China, la gran nueva potencia mundial; y de Rusia, reino del capitalismo mafioso
bajo férreo control estatal. Las élites políticas y económicas se reparten el
poder, y se ocupan de sus respectivas funciones de control social y disciplina
laboral de forma complementaria, sin que surjan demasiadas contradicciones
entre ellas; ni tampoco con la propia población que parece, estar sujeta con
firmeza al control policial del Estado y al Espectáculo seductor de las grandes
marcas (2) y los medios masivos de entretenimiento.
Estas dictaduras espectaculares, o
capitalismos mafiosos con el sustento autoritario del Estado, se están
extendiendo además por doquier. Por
ejemplo en Estados Unidos, con la deriva autoritaria a partir del 11S; pero
también en otros lugares, como México, donde el narco-capitalismo campa a sus anchas
en connivencia con el ejército y las fuerzas de seguridad. Las recientes
intervenciones (golpes de Estado económicos) más o menos explicitas de países
del sur europeo (Grecia, Italia, Portugal, España) por parte de unas autoridades europeas
estrechamente ligadas a los poderes económicos del continente (3) parecen ir en
la misma línea. Ajustes duros, fin de la democracia entendida como pacto social
entre ricos y pobres, políticas autoritarias y represión policial (impunidad)
contra los disconformes. En este sentido, no podemos olvidar que al nacimiento
del fascismo le precedió una obsesión por el mantenimiento de los mercados
autorregulados como dogma de fe (el patrón oro, la estabilidad de cambios
monetarios, el rígido control del déficit público…) que llevó a numerosos
países a la ruina y a una gran deflagración como fue la segunda guerra mundial
(4).
La reforma laboral propiciada por la
derecha española, es paradigmática de las intenciones de los grandes
financieros y también de las grandes empresas (en alianza con sectores conservadores de los pequeños y medianos
empresarios, y con parte de las clases medias aterrorizadas por su posible
proletarización). Su objetivo es romper el ya muy debilitado pacto social, que
surgió con la guerra fría, para imponer su ley, disciplinando a los
trabajadores para que acepten empleos sin ninguna reglamentación estatal. Pero
el Estado, lejos de desaparecer, se conforma como un nuevo Leviatán, un
instrumento represivo puro y duro al servicio de esos mismos intereses,
olvidando su papel de intermediario entre los empresarios mercaderes y sus
trabajadores, así como de garantizar servicios básicos tales como la sanidad, la
educación, la cultura… que quedarían al albur de los intereses privados. Un capitalismo así sólo puede calificarse
como mafioso y terrorista, pues utiliza la violencia y el terror (junto con la
seducción espectacular) para imponer los intereses de minorías cada vez más
reducidas y más poderosas. Las grandes mayorías, en cambio, quedan
condenadas a la precariedad. Esto se consigue gracias, por un lado, a la creación de falsas esperanzas para
mantener ciertos niveles de consumo, por otra parte cada vez más dañinos
(comida basura, megaciudades imposibles…) y el miedo cerval a perderlos; pero,
por otro, y de forma complementaria, por el miedo al terror policial y patronal
cuando la falsedad de las promesas de la
“sociedad del espectáculo” (4) quedan al descubierto, sobre todo en momentos de
crisis agudas como la que ahora vivimos. De
esta forma, el Estado terrorista y el capitalismo mafioso, altamente unificados,
se constituyen como las nuevas formas de dominio.
Sin
embargo, una sociedad así no tiene futuro. En primero lugar, debido a la
imposibilidad de un sistema de mercado autorregulado para gestionar cualquier tipo de sociedad humana
sin que acabar destruyéndola (5). Además,
un sistema económico de este tipo es menos capaz todavía de solucionar los grandes retos
del futuro: el deterioro ecológico, el agotamiento de los combustibles fósiles…
Así pues, lo más probable es que las élites económicas necesiten cada vez más
de la fuerza, de la coerción física, para mantener sus privilegios. El ejercicio de la fuerza puede ser el único
recurso que les quede para gestionar a su favor la creciente escasez de
recursos de un mundo finito, a través de un sistema que presupone su infinitud
y que, según afirman, se controla a sí mismo. La guerra sin cuartel por el
escaso petróleo que queda en el planeta ya es una realidad hoy en día, y el
recurso a las armas de destrucción masiva se observa cada vez más cercano. En
ese sentido, no es necesario señalar las consecuencias que tendría hoy en día
una guerra de la amplitud de las dos últimas conflagraciones mundiales… Un
futuro que si no ponemos remedio podría estar más cercano de lo que creemos.
(1) Fernández Durán. La
explosión del desorden, 1993.
(2)
Naomi Klein. No Logo, 2000.
(3)
Ramón
Fernández Durán. La construcción de la
Europa superpotencia. 2005.
(4)
Polany Karl. La gran transformación. 1944.
(5)
Debord Guy .Comentarios a la sociedad del espectáculo,
1988.
(6)
Polany Karl. La gran transformación. 1944.