Paseando por Zabalgana, descubrí una novedad. En los
abundantes solares vacíos, habían crecido como setas de primavera numerosos
carteles. Me acerqué a verlos de cerca y comprobé que los carteles daban cuenta
de una intervención, en principio tan normal, como la limpieza de los solares.
Un autobús pasaba por allí anunciando -como si alguien no lo supiera ya- que
somos verdes. Entonces me dio por pensar.
¿Cuándo fue que nos cambiaron la política por marketing?
Poco a poco, casi sin que nos diéramos cuenta, la política ha pasado de ser una
confrontación de ideas y proyectos a un ejercicio publicitario. Un concurso de
fuegos artificiales que cada vez tiene menos que ver con las necesidades reales
de la gente común. Tal vez siempre fue así, o al menos eso nos quieren hacer
creer. Política es política, dicen los enterados. Creo que se refieren a que en
política -como en la guerra y el amor- todo vale para conseguir el apoyo de los
electores. Puede ser, pero ¿Cómo es posible que se gaste tanto dinero -o casi-
en promocionar determinada intervención pública que en la intervención misma? ¿Quién
decide las líneas políticas de los partidos al uso? ¿Son realmente los cargos
electos, o más bien sus asesores y gabinetes de comunicación? Los mismos que les
“aconsejan” sobre qué decir dependiendo del momento y del medio de comunicación
para el que hablen; sin importarles demasiado caer en contradicciones, a veces
de bulto.
En 1954, el escritor de ciencia ficción Frederik Pohl
imaginó en su novela Mercaderes del
espacio un mundo en el que los publicistas son quienes dirigen la sociedad,
una divertida parodia de un futuro que en cierta manera ya es presente. La
política se ha convertido en un mercado donde lo importante es marcar el
terreno frente al competidor. Donde el arte del birlibirloque sustituye al
debate, y la publicidad a la información contrastada.