He oído últimamente a cierta gente que, aun estando en
contra de los recortes sociales y la reforma laboral, no acaba de decidirse a apoyar
la huelga general. Son los eternos escépticos. Quienes piensan que la única
manera de bandear la crisis es encastillarse en la posición de cada uno, y
mantenerla con uñas y dientes frente al resto. Para ellos, cualquier acción
colectiva es sólo una pérdida de tiempo.
Otros -sin atreverse a decir tanto- ponen distintas
excusas: que si los piquetes coaccionan, que si los sindicatos están divididos…
Estas excusas esconden -en ocasiones- el miedo a perder el trabajo, algo muy comprensible; pero en otras, tan sólo el
interés de no perder el jornal de ese
día, o de no perder puntos ante el jefe. Por último, hay quien se apunta a la
versión políticamente correcta: “el país
no está para huelgas”, a lo que inmediatamente añaden: “la huelga no sirve para
nada”. No estoy de acuerdo.
La huelga sirve para recordarnos que es la clase trabajadora
la que sustenta la sociedad, que sin nosotros y nosotras el sistema colapsaría.
La huelga nos demuestra que los políticos, los empresarios, los banqueros…
tienen el poder de decidir sólo porque delegamos en ellos; pero que no son
capaces de gobernar contra un pueblo unido y dispuesto a desobedecerles. La
huelga sirve también para unificar protestas aisladas. Al fin y al cabo, son
los mismos intereses que impulsan el mantenimiento de Garoña -o el Fracking-
los que se beneficiarán de la reforma laboral y el desmantelamiento de los
servicios públicos. A veces, luchamos
cada cual en su parcela y nos sentimos aislados frente a unos poderes que se
muestran como incuestionables. La huelga puede romper en parte ese aislamiento.
En suma, la huelga general servirá para mostrar la fotografía de una
Euskalherria insumisa frente a la imposición. El jueves nos vemos en las calles.