El otro día, le contaba a una amiga el robo que había
sufrido un vecino de mi bloque. Sucedió cuando acudía a trabajar en el
locutorio que saca adelante con gran esfuerzo. Mi amiga me miró con cara de
susto y relató que acababa de presenciar el intento de suicidio de un joven,
que se lanzó al vacío desde una altura considerable. No sabía si había muerto o
pudieron salvarle.
Luego, pasé por un
supermercado regentado por una familia china. Eran los días del temporal de
nieve y el local no tenía calefacción. Los comerciantes soportaban estoicos las
gélidas temperaturas bajo muchas capas de ropa. Ya en casa, llamé a un amigo
que hacía tiempo que no veía. La noticia que me dio, no por común dejó de
impactarme: no le habían renovado el contrato en la institución pública donde
llevaba años trabajando como eventual.
Al día siguiente, esperando en la cola de la Oficina del Consumidor,
una anciana lloraba desconsolada ante un estupefacto guardia jurado, que con
infinita paciencia trataba de explicarle que aquel no era el sitio adecuado
para solucionar lo de su desahucio. Mientras aguardaba -entre acongojado e
impaciente- el final del drama, un conocido me contó la penosa situación de
quienes fueran sus alumnos: emigrantes jóvenes que la diputación había dejado
en la calle…
De nuevo en el barrio, la nieve cubría las aceras y una montaña
de bolsas de basura se amontonaba frente a los buzones de recogida neumática. Sentí
una sensación de agobio casi física. Luego el agobio se convirtió en un odio
difuso… Entonces hice algo, que ahora me parece una pataleta infantil de la que
me arrepiento. Al ir a reciclar los periódicos que acumulo en casa, los
deposité intencionadamente en el contenedor para el plástico. ¡Que se jodan¡
pensé, sin poder evitarlo, ni saber muy bien
a quién me refería. Espero que ustedes me disculpen. En caso de multa lo negaré
todo.