Ahora que la crisis aprieta, los trabajadores de la cultura
somos uno de los sectores que más sufre
los recortes sociales. Tal vez sea en parte culpa nuestra. Quienes trabajamos
en la cultura, de tanto repetirlo, hemos acabado creyéndonos personas diferentes,
seres creativos y evanescentes. Hemos
preferido llamarnos freelance a trabajadores precarios. Hemos asumido falacias
como que la creatividad individual, por si misma, nos salvará de la quema
general.
Nos gusta repetir metáforas tontorronas sobre la crisis entendida como
oportunidad para desarrollar nuestra creatividad. De tan raritos que somos,
hemos olvidado cosas elementales como que la cultura -como la sanidad y la educación- no debería
dejarse al albur del mercado. El mercado por sí solo regula las actividades
culturales según el poder adquisitivo del consumidor. De esa manera, se crea cultura
exquisita reservada a las élites y cultura basura para el populacho. Pero lo
peor es que los trabajadores de la cultura asumimos esta tendencia con
naturalidad. Estamos seguros de que cada uno es más creativo que el vecino, y
que finalmente -tal vez después de muertos- esa entelequia que llamamos
público, espectador, lector… acabará por poner las cosas en su sitio. No nos
damos cuenta de que esas generalidades esconden la “mano invisible” de un
mercado que dista mucho de ser libre e igual para todos. Así que nos dedicamos
a disputarnos a dentelladas los trozos cada vez más pequeños del pastel público.
Sin embargo, es en estos tiempos de crisis cuando más necesitamos de la cultura
para cambiar un sistema que hace aguas. Necesitamos bibliotecas, teatros,
museos y televisiones públicas, lo
mismo que escuelas y hospitales públicos.
Necesitamos menos contables -con ínfulas de economistas- que gestionen
el saqueo, y más trabajadores de la cultura que piensen otros mundos posibles.