Según el diccionario, voluntario es aquel que realiza un
acto por propia voluntad y no por obligación o por fuerza. Sin embargo, a día
de hoy, habría que poner tal definición entre comillas; o, por lo menos,
matizarla si la contrastamos con el funcionamiento real del voluntariado.
Cuando desde las administraciones públicas se apela al voluntariado para
realizar funciones que hasta ahora realizaban profesionales, el voluntario se
parece más a la figura del becario no pagado que a la de la persona altruista
que, por su propia voluntad, realiza una tarea.
La obsesión neoliberal por adelgazar los servicios
públicos hasta la anorexia, consigue que determinadas actividades, muy
necesarias desde un punto de vista social -aunque no rentables para la
iniciativa privada- queden sencillamente sin hacer. Por tanto, es la fuerza de
la necesidad y no la libre voluntad, la que nos lleva realizar esos trabajos;
para evitar, por ejemplo, que sectores sociales desfavorecidos queden
abandonados a su suerte. Ahora bien, aunque
por esa razón dediquemos nuestro tiempo a tales labores, ello no quiere decir que
aceptemos los recortes sociales ni las reformas neoliberales. Por el contrario,
unirnos y compartir esas prácticas voluntarias nos sirve para crear sinergias
para oponernos a ellas con más eficacia y energía.
En ese sentido, en vez de voluntarios sería mejor hablar
de activistas -o incluso de militantes, si me permiten usar una terminología
del pasado- es decir, voluntarios que, a la vez que realizan tareas solidarias,
cuestionan y tratan de cambiar un sistema que no comparten. Personas que
trabajan en gaztetxes, en asociaciones de vecinos, en pequeñas librerías y
editoriales asociativas, en asociaciones de ayuda a discapacitados, en grupos
de apoyo a las personas presas, en plataformas ecologistas… Porque somos
voluntarios, pero no imbéciles.