martes, 22 de mayo de 2012

VOLUNTARIOS: YO NO SOY TONTO.


Según el diccionario, voluntario es aquel que realiza un acto por propia voluntad y no por obligación o por fuerza. Sin embargo, a día de hoy, habría que poner tal definición entre comillas; o, por lo menos, matizarla si la contrastamos con el funcionamiento real del voluntariado. Cuando desde las administraciones públicas se apela al voluntariado para realizar funciones que hasta ahora realizaban profesionales, el voluntario se parece más a la figura del becario no pagado que a la de la persona altruista que, por su propia voluntad, realiza una tarea.

La obsesión neoliberal por adelgazar los servicios públicos hasta la anorexia, consigue que determinadas actividades, muy necesarias desde un punto de vista social -aunque no rentables para la iniciativa privada- queden sencillamente sin hacer. Por tanto, es la fuerza de la necesidad y no la libre voluntad, la que nos lleva realizar esos trabajos; para evitar, por ejemplo, que sectores sociales desfavorecidos queden abandonados a su suerte. Ahora bien,  aunque por esa razón dediquemos nuestro tiempo a tales labores, ello no quiere decir que aceptemos los recortes sociales ni las reformas neoliberales. Por el contrario, unirnos y compartir esas prácticas voluntarias nos sirve para crear sinergias para oponernos a ellas con más eficacia y energía.
En ese sentido, en vez de voluntarios sería mejor hablar de activistas -o incluso de militantes, si me permiten usar una terminología del pasado- es decir, voluntarios que, a la vez que realizan tareas solidarias, cuestionan y tratan de cambiar un sistema que no comparten. Personas que trabajan en gaztetxes, en asociaciones de vecinos, en pequeñas librerías y editoriales asociativas, en asociaciones de ayuda a discapacitados, en grupos de apoyo a las personas presas, en plataformas ecologistas… Porque somos voluntarios, pero no imbéciles.