Hoy que se celebra el día de los trabajadores -y no del
trabajo como a veces se dice- la patronal vasca aboga por el aumento de la
jornada laboral, y se extiende la idea de que la creación de puestos de trabajo justifica
cualquier desaguisado por dañino que sea. Sin embargo, no está de más recordar
que la reivindicación principal de la clase obrera en la época de los “mártires
de Chicago” era, por el contrario, la reducción de la jornada laboral.
La idea de la glorificación del trabajo tiene raíces muy
distintas. Son raíces fundamentalmente religiosas. La ética de muchos credos
cristianos asegura que el trabajo es la mejor forma de agradar a Dios. Desde
una perspectiva diferente, también la moral confunciana, dominante en la China
actual, hace hincapié en el trabajo duro como valor universal. Según esa manera
de pensar, se trata de vivir para trabajar, y no de trabajar para vivir como
consideran la mayoría de culturas y personas del mundo. Además, desde una
perspectiva ecológica, ¿se imaginan que
todos los habitantes del mundo se pusieran a trabajar como posesos? El
ecosistema global duraría -si me permiten la expresión- el cantar de un
vizcaíno.
Para Max Weber, el capitalismo tiene su origen ideológico
en la ética protestante, así que no es de extrañar la obsesión por el trabajo -ajeno
por supuesto- de quienes defienden ese orden económico. Pero, ¿realmente
queremos “trabajar como chinos”? Yo creo que no. Lo que queremos es un trabajo
digno que nos deje tiempo para vivir, no trabajar a toda costa en las
condiciones que sea. Es más, seguramente tampoco los chinos -ni los alemanes-
quieren “trabajar como chinos”.
Los especuladores del trabajo ajeno nos venden la moral
del trabajo como dogma de fe, pero, afortunadamente, hace ya mucho que la
mayoría dejamos de comulgar con ruedas de molino. Por lo menos desde el primero
de mayo de 1886.